La masacre de agosto

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Hasta hace relativamente poco tiempo, aquella cruenta jornada del siete de agosto de 1933 constituyó una dramática página en el recuerdo de los cubanos. Oralmente pasó de generación en generación, hasta que la desmemoria postmoderna prácticamente la borró.

Como otros tantos acontecimientos de la vida nacional, el trágico suceso halló también un sitio en la creación musical: el danzón Masacre, del Silvio Contreras, alude el trágico saldo de dolor y muerte de aquel día. (No parece realmente escrito para el baile: jamás dentro del género los violines fueron tan tristes, ni la flauta se lamentó tanto.) 

Los abuelos contaban que el mismo Gerardo Machado había propalado la noticia de su caída, para acabar de una vez con sus opositores cuando salieran a festejar a la calle. El criterio popular evidentemente calaba las entrañas de un régimen basado en la mentira y en el crimen. Pero el asunto no era así de simple: se inscribía en la complejidad de la Revolución del 30 y en la críptica mediación de Benjamín Sumner Welles para impedirla.

 Por suerte, la historiografía cubana echa suficiente luz sobre el oscuro entramado político de entonces. Y los textos de los investigadores Rolando  Rodríguez García y Jorge Renato Ibarra Guitart (para mencionar dos ejemplos), son ciertamente capitales. 

Dos días antes de la masacre, comenzó el paro general contra la dictadura. El déspota ordenó ahogarlo a como diera lugar, en tanto que ordenaba al Congreso suspender las garantías constitucionales. La renuncia del General-presidente era ya algo inminente, pero la febril actividad de los legisladores se circunscribía al mandato del Asno con Garras. La gente intuyó algo y comenzó a aglomerarse en las afueras del Capitolio. Y comenzó a circular la falsa información de la huida de Machado.

 No resulta fácil esclarecer ahora el origen del infundio. Los historiadores generalmente se inclinan a pensar que fue una emisora clandestina del ABC, pero la fuente bien pudiera ser el mismísimo Welles en su pretensión de presionar al tirano. 

La alegría, al parecer prisionera por un artificio demoníaco, conquistó al fin su libertad para apoderarse de las calles. Alguien gritó: “¡A Palacio!”, y aquella propuesta inmediatamente se convirtió en un hecho colectivo. Por la esquina del cine Payret y por Prado aparecieron los carros de la policía, que disparó indiscriminadamente contra la manifestación. Otro tanto hicieron los hombres armados encargados de la protección del Capitolio. Miles de personas se vieron cruzadas por dos fuegos.

Los partes cuentan de 17 muertos y más de 150 heridos. Así y todo, la multitud se reagrupó otra vez, en un intento valeroso de llegar a la sede presidencial. Fue imposible. Otras descargas completarían el resultado aciago de aquella tarde. En Lawton, se reportarían otros dos muertos en una acción de la autoridad gubernamental.

Pero el sátrapa no estaba en Palacio. Siguió todo el curso de los acontecimientos desde su finca La Nenita. Horas más tarde regresó a la sede ejecutiva donde obtuvo los detalles de la acción de sus sicarios. Y decidió hablarle al país por radio esa misma noche. El relato de Rolando Rodríguez García en el tercer tomo de su libro Rebelión en la República es sencillamente impresionante, casi cinematográfico: describe el paso de Machado y sus guardaespaldas por la calle Monserrate, con las armas listas, hasta la planta radial de la jefatura de la policía a solamente dos cuadras.

El lenguaje del déspota fue a todas luces bravucón. Dio por terminada la mediación del embajador norteamericano, y afirmó que de verificarse una intervención yanqui en virtud de la Enmienda Platt, él se pondría sin falta al frente del ejército para enfrentarla. El juicio historiográfico considera que semejante discurso, lejos de granjearle el favor nacionalista del país, le ganó la oposición de la oficialidad ante el desastre seguro de la institución en un posible choque contra los Estados Unidos. 

La historia de la masacre del siete de agosto de 1933 se mantuvo durante muchísimos años como una herida abierta en la conciencia de la generación de cubanos que la vivió. Fue una especie de resonancia dentro de la epopeya cubana. También debió de ser una alerta terrible para quienes apoyaban a aquel desgobierno de fango y sangre, entregado a una ferocidad sin límites por mantener las riendas del poder. El propio Rolando Rodríguez García afirma que fue “como un ensayo de lo que podía suceder si un día la noticia se volvía cierta”. El fuego crepitaba con furia en el horizonte.

Faltaban solamente cinco días para la fuga de Gerardo Machado.

 

 Hipervínculo:   

Danzón: https://www.ecured.cu/Danz%C3%B3n

Gerardo Machado:   

https://www.ecured.cu/Archivo:Gerardo_machado.jpg

    

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