El naturalista Felipe Poey y Aloy

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Felipe Poey y Aloy reúne signos de muchas partes a la vez. Nació en La Habana colonial el 26 de mayo de 1799. Como ocurre en otros tantos casos, alguna que otra referencia le extiende la nacionalidad española. Era hijo de franceses. Pero el consenso lo define como el bardo de la naturaleza cubana.

En su temprana infancia vivió con sus padres en Pau, en el suroeste de Francia, allá por los Pirineos Atlánticos, en la Nueva Aquitania, donde el poeta Alphonse de Lamartine describió la vista más hermosa del mundo. El hombre de saberes múltiples luego hará extractos científicos en la sonora lengua de Víctor Hugo, pero Cuba será siempre la médula de cada tratado.

Ahora está en boga la definición de la Teoría de la Complejidad, pero el concepto aparece en el registro milenario del pensamiento. En Felipe Poey y Aloy está la inquietud transdisciplinaria, para trascender como uno de los naturalistas más grandes de la historia.

                                            La sed de mundo

La sed de mundo remarca la condición del genio y la vocación de saberle sus esencias. Alguien ya escribió que el mundo es uno y el mismo. El científico trabaja, descubre, compara. En esa suerte de intercambios, establece relaciones de taller con cátedras de Madrid, de París, de Berlín, de Londres. Pero en la Universidad de La Habana estará sin falta el púlpito amado al que nunca dejará de volver.

Es un fundador en el más hermoso sentido de la palabra. Aparece entre quienes dan el aliento vital a la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana. Y su nombre se encuentra en el espectro de sociedades científicas de su tiempo, donde lo más brillante de la investigación confirma la necesidad humana de asociarse.

El eminente naturalista sabe poner en orden sus ideas. Se revela como un magnífico ensayista. Cada libro subraya el gran calado científico, desde una sencillez y una transparencia asombrosas, como si fueran escritos para ahora y para mañana. No se desfasa el estilo escriturario, ni una sola idea sobre la geografía, la mineralogía, la ictología, ni tampoco valor pierde ninguna página de la historia natural.

La mejor biógrafa de Felipe Poey y Aloy, la profesora Rosa María González López, recordaba recientemente a “un Poey de estos días”, es decir, la intervención del sabio cubano ante sus compañeros de la Sociedad Económica de Amigos del País el 5 de mayo de 1856, sobre la siembra adecuada de árboles en calles, en alamedas y en plazas de las ciudades.

El naturalista eminente

El naturalista eminente atendió debidamente al pulmón de la urbanidad. Dadas su utilidad y extraordinaria vigencia, la Fundación Antonio Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre, publicó hace poco el título Especies de la flora que son idóneas para el arbolado viario en Cuba, con algunas notas sobre su linaje cultural.

A contrapelo de la burocracia rampante, hasta sería recomendable un estudio comparado con las guías de arborización para los espacios urbanos del país, tantas veces desconocidas y desestimadas, a pesar de la perseverancia de arquitectos, de creadores y de especialistas.

Felipe Poey y Aloy, se sabe, fue discípulo de Félix Varela en el Seminario de San Carlos de La Habana. Fue a lo largo de su existencia un claro ejemplo del pensar primero. El Apóstol de Cuba confirió importancia capitalísima a la prioridad de ser cultos. En Patria habría una idea que bien pudiera ajustarse como tributo: “Más bella es la naturaleza cuando la luz del mundo crece con la de la libertad”.

 

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