Nacer todos los días es una virtud. Simón Bolívar reúne esa integridad de ánimo y la bondad de vida que registran los libros. El Libertador regresa una y otra vez en la polémica académica y en cada proyecto de la esperanza. Está en lo cotidiano, pero consigue el misterioso aliento de la eternidad.
En carta a Francisco de Paula Santander en 1825, se definió a sí mismo hombre de dificultades. En la revista del Apóstol de Cuba dirigida a la niñez americana, se describe a un héroe que muere en Santa Marta, más que de dolor del cuerpo, por el pesar en el corazón. Al margen de derrotas, del desaliento final, de la difamación perenne, vuelve como una ofrenda de luz.
Pasan los años, pero aún se le calumnia. Todavía se le teme. Estaba sin dudas en la mira de aquella horda golpista que en abril de 2002 retiró inmediatamente su imagen del Palacio de Miraflores en Caracas, como primer acto de venganza. Aquella turba sedienta de desquite, en vergonzosa proclama, eliminó la condición bolivariana del nombre del país.
Como sus enemigos no consiguen matarlo, la pretendida defenestración no se apaga. Cierta zona historiográfica le fija un perfil de sujeto cobarde y desalmado, culpable de excesos en la guerra a muerte contra el régimen español. Como aves carroñeras, moran en documentos de su puño y letra, buscando frases que lo incriminen ante la historia.
Es la maniobra reaccionaria de siempre. Son los mismos que hablan sin rubor alguno de una leyenda negra que sufre la Madre Patria, que niegan el hecho terrible y cruento de la conquista, que sin sonrojarse siquiera aseguran que las tropas realistas fueron la viva estampa de la generosidad y de la nobleza durante las guerras por la independencia.
El Libertador pensó en la anfictionía americana como única fórmula salvadora de una familia de pueblos. Imaginó que el istmo de Panamá, a medio camino en la Patria grande, remedara para esta parte del mundo la idea de la unidad que miles de años atrás representó Corinto en el entramado griego. Y sin falta resuena la frase tremenda, contenida en la carta al coronel Patricio Campbell: y los Estados Unidos que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad. No es posible que el imperio y sus alabarderos le perdonen semejante osadía.
Una marca teatral de su tiempo para definir hechos sin importancia alguna en las tablas, la Cosiata, fue el nombre que la sabiduría popular le confirió a la reunión de los complotados en su contra. Otros la denominan revolución de morrocoyes, es decir, un cenáculo de tortugas. Pero el daño sigue siendo incalculable y devastador.
El Buen Ciudadano sufrió como nadie cada acto que le derrumbaba el sueño. Enfrentó conspiraciones y hasta proyectos de atentados. Dicen que, atribulado de espíritu, ante la inevitable sentencia de muerte contra un pretendido magnicida que salió de sus propias filas, exclamó: He derramado mi propia sangre.
A la vera de ataques y de la infamia, El Libertador torna a la carga en Campaña Admirable. Los patarucos de ahora conspiran por otra revuelta de jicoteas de patas cortas, por la guarimba final que apague para siempre la idea de vivir juntos bajo una sola bandera. El tributo a su memoria no se circunscribe a una fecha de julio en el calendario. El hombre permanece en la pelea, aunque haya que arar en el mar otra vez. Porque, como escribió Martí, Bolívar tiene que hacer en América todavía.