Rafael Simón Morales González, como tallado en una espada

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En muchas referencias se le considera “El Martí del 68”. Tal fue su límpido espíritu, la energía, la ofrenda, el altruismo. El Apóstol escribirá más tarde que el hombre deberá aprender a morir en la cruz todos los días. Casi diez meses durará el calvario del joven Rafael Simón Morales González, desde que cayó gravemente herido en Sebastopol de Najasa el 26 de noviembre de 1871, hasta su deceso el 15 de septiembre de 1872.

Nació en el barrio Río Seco, finca Santa Isabel, en San Juan y Martínez, Pinar del Río, el 28 de octubre de 1848, aunque otras fuentes aseguran que fue en 1845. En numerosos estudios, se describe como un niño obligado a ser hombre desde muy temprano. Quedó huérfano de padre solamente a los dos años de edad, y la madre debió radicarse en La Habana con sus hijos. 

Quienes le conocieron lo describen de pequeña talla, de porte elegante, de aspecto simpático, y sobre todo, hecho crisol ético. Siempre lo llamaron Moralitos. En la capital del archipiélago despuntó como educador. En el Colegio Santo Tomás se ganó el aprecio del director Don Ramón Itualde, quien –dicen—respetaba sus indicaciones como las de un anciano a pesar de ser casi un niño. 

Fue Moralitos un apasionado de la renovación de la enseñanza. La revolución soñada en el plano pedagógico, como es lógico, también prendió en los sueños de justicia, de emancipación, de independencia. Proyectó aulas nocturnas para obreros, y pronto se ganó la ojeriza del integrismo español. Para entonces ya era famoso por sus facultades oratorias. Sería un verdadero tribuno en la insurrección. 

Aprobó con nota de sobresaliente el examen de grado en Derecho, pero jamás pudo recibirse como abogado como tanto quiso. El estallido en Demajagua del 10 de octubre de 1868 vino a cambiarle el destino. No tenía las condiciones físicas para la dura realidad de los campamentos, pero el joven nunca rehuyó la prueba. Integró la expedición del Galvanic, que salió al mando del General Manuel de Quesada de Nassau, Bahamas, el 22 de diciembre de 1868. 

Tres días después, el grupo llegó a las costas del norte camagüeyano, por el estero del Piloto, cerca de la playa de La Guanaja. Fue el bautismo de fuego de Moralitos. Fueron allí tiroteados por naves españolas que detectan el desembarco. Lograron internarse en la Sierra de Cubitas. Definitivamente había nacido el mambí. 

Siempre estuvo más cercano al grupo camagüeyano. Calificó a Agramonte como “el hombre superior de esta guerra”. Consiguientemente, estuvo entre los adversarios de Carlos Manuel de Céspedes, con quien entabló ásperas discusiones. En la administración del hombre del ingenio Demajagua, ostentó el cargo de Secretario del Interior. 

Pero debió dimitir. Eran muchas las querellas. Moralitos casi se tomó su oposición al Presidente Céspedes y al General en Jefe Manuel de Quesada, como un asunto personal. Unas veces con razón y otras sin ella, el joven exasperaba a ese otro ser inmenso, que por la unidad había renunciado incluso a ser él, y que llegado el momento se dispuso a encarar el golpe bajo de sus propios compañeros de ruta, sin permitir que por su causa se derramara una sola gota de sangre cubana. 

Antes había sido miembro de la primera corte marcial de las fuerzas del Camagüey. Un jefe cubano, José Caridad Vargas, estaba en tratos con el enemigo. Moralitos descubrió la urdimbre traidora, y ardorosamente denunció la apostasía ante sus soldados que terminaron aclamándolo. Y luego asumió valerosamente su papel en el castigo al culpable. Tuvo igualmente protagonismo en la causa seguida a Napoleón Arango Agüero, quien en febrero de 1870 se pasó definitivamente a las filas enemigas. 

Moralitos fue diputado por Occidente y posteriormente Secretario de la Cámara de Representantes de la República en Armas. Como legislador en campaña, su nombre aparece en los diarios de operaciones de muchos altos oficiales de la Guerra Grande. Uno de ellos, el Generalísimo Máximo Gómez, recordaba la acción de Altagracia de la Canoa, donde el joven se negó rotundamente a salir del escenario de peligro como él le reclamó. Según el guerrero dominicano, “esa desobediencia a mis órdenes” solo estaba dispuesto a admitírsela a Moralitos. 

Y el propio Gómez consignó luego: “le conocí en aquella cruenta epopeya del 68. Siempre fue digno y puro, y como Martí, pensó, habló y ejecutó”. De él afirmó Antonio Maceo: “Parece mentira que un cuerpo tan pequeño encerrara un alma tan agradable, que solo una cosa parecía ignorar: lo que él valía”. Y trascendió el juicio de Martí: De viril etiqueta, empinado y vivaz, verboso de pensamiento y todo acero y fulgor, como tallado en una espada”. 

El dominio de sí mismo y del don de la palabra se inscribió en su conocido discurso en la manigua camagüeyana, en el segundo aniversario del estallido de la Revolución. Moralitos habló de los cañones de cuero confeccionados por los mambises, que por lo visto, no eran todo lo eficientes que se quería. El auditorio de soldados prorrumpió en una risotada generalizada. Moralitos golpeó la tribuna: “Sí, no riáis. Los hemos hecho de cuero, para demostrarles a esos españoles que los despreciamos tanto, que les enviamos la metralla con la punta de un látigo”. Cesó la risa y la sabana se vistió de aplausos. 

Las principales leyes sobre la enseñanza sancionadas por el gobierno en armas, fueron obra de Moralitos. En la historia quedó grabada aquella página en que el mismísimo Arsenio Martínez Campos confesó la admiración por aquel sargento negro prisionero, orgulloso de haber aprendido a leer y a escribir en la escuela del campamento insurrecto. 

Pero llegó el aciago 26 de noviembre de 1871. El propio Moralitos describirá su Pasión y desde el principió calificó de mortal a su herida. Incorporado como simple soldado en la fuerza de Luis Magín Díaz, recibió un disparo de fusil Winchester que le penetró por el carrillo izquierdo. La bala le quebró la mandíbula en tres o cuatro partes, le arrancó dientes y le partió la lengua. Aquel orador ardiente fue condenado al silencio. Pocas veces la palabra fue tan herida. 

Y empezó lentamente su morir. En la manigua se improvisaron medios para intervenirlo quirúrgicamente. Sin velas, a la luz de las hogueras lo operaron más de una vez. Él mismo contará 60 sesiones para sacarle esquirlas de hueso y dos grandes hemorragias. Era ya una osamenta andante, sin poder comer, rehuyendo al enemigo. Creyó que la voluntad podría salvarlo. “A pesar de todo he luchado. Jamás di un solo quejido”. El gobierno dispuso, a pesar de las reticencias del joven, que se embarcara al extranjero para curarse. Pero no fue posible. 

El 15 de septiembre de 1872 se hallaba en la Subprefectura de Ramón Galán. En el bohío asignado a Moralitos se escuchó un estertor terrible para las 3:00 de la tarde. La esposa de Galán gritó: “¡Morales se muere!” En lenta agonía, comenzó a apagarse su espíritu animado, vivo, inquieto. En la noche expiró. Hasta se habla de una curiosa coincidencia: el muchacho falleció en la falda sur de la misma loma en que Céspedes caería en febrero de 1874, en desigual combate en la ladera norte. La Sierra Maestra unía en dramático simbolismo la suerte del Padre con aquellos que a pesar de los pesares serían sus hijos por expresa voluntad.  

 

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