Debió de ser una luna grande, como esas que anuncian año nuevo, la de aquella madrugada del 25 de diciembre de 1956. Por lo menos así la describe el poeta: despierta, fija y redonda, alta sobre el palmar. Nicolás Guillén le reclama no callar el crimen a aquel “medallón suspendido sobre el pecho nocturno”. Y jamás hubo silencio. Fuimos de alguna manera depositarios de un dolor sin límites, de quienes vivieron el tiempo de las Pascuas Sangrientas.
No, no fue una simple coincidencia. Los chacales del sátrapa seleccionaron deliberadamente las celebraciones de la Natividad de Jesús para cazar a los revolucionarios. Desde los sucesos del 26 de julio de 1953, la paranoia de Batista no tuvo fronteras.
Imaginaba asaltos y desembarcos por dondequiera. El levantamiento de Santiago de Cuba el 30 de noviembre de 1956, y la recalada del Granma, debieron de afectarlo, aunque tratara de desenvolverse con calma y tino delante de la gente.
Y los servicios secretos de la dictadura recibieron la información de un posible desembarco por el norte de la entonces provincia de Oriente. En una reunión del alto mando militar en Columbia presidida por el tirano, se le encomendó al coronel Fermín Cowley Gallegos, el sanguinario jefe del Regimiento de Holguín, la tarea de impedirlo, pero sobre todo, prevenir cualquier tipo de apoyo.
Las noticias sobre una eventual expedición no parecen desacertadas. El espionaje batistiano siempre enfocó a Carlos Prío Socarrás como el enemigo principal. Algunas fuentes especulan sobre un posible pacto del expresidente con Batista para impedir la llegada de los ortodoxos al poder, pero otras demuestran que el depuesto mandatario auténtico destinó parte de su dinero en financiar proyectos contra el General golpista del 10 de marzo de 1952.
Y en La Florida se preparaba el grupo que vendría en mayo de 1957 a bordo del Corynthia, al mando de Calixto Sánchez. Esa sería luego otra historia alevosa de los esbirros. En manos de aquellas bestias sedientas de sangre, escucharon por la radio que estaban muertos cuando todavía estaban vivos. En un gesto de cooperación, sin reparar en la organización política que los patrocinaba, el pequeño núcleo rebelde de Fidel en la Sierra Maestra atacó al cuartel de “El Uvero”.
Pero en aquel diciembre de 1956, el asesino Cowley concibió “Un Regalo de Navidad”. Era de esperar que la gente buscada por él se reuniera sin falta con sus familias para celebrar la llegada al mundo del niño Jesús.
Algunas fuentes aseguran que el Jefe del Regimiento de Holguín ordenó matar a partir de la madrugada del día 25, porque –según dicen—no quería cadáveres en Nochebuena. Sin embargo, existen testimonios de que la cacería comenzó desde el 23, sin que les importara en lo absoluto mancillar la fecha del advenimiento del Hijo del Hombre, ni la probable ofensa ante los ojos del Padre.
Y aquella jauría arrancó violentamente de sus hogares a sus víctimas; torturó y asesinó. Los cadáveres aparecían en carreteras, o en matorrales, o colgados en algún árbol, o debajo de un puente. Era la guerra psicológica de un régimen, en su firme propósito de sembrar el terror entre los inconformes con aquel estado de cosas. Y convirtieron la solemnidad por la buena nueva de Belén, en un santuario del crimen que se cobró 23 vidas.
Y todos los militares implicados en los asesinatos, fueron absueltos por falta de pruebas en la pretendida causa que se les siguió. Fermín Cowley Gallegos, en el colmo del cinismo, sostuvo en la vista que los revolucionarios se mataron unos a otros, envueltos en discrepancias insalvables en relación con los métodos subversivos que aplicar.
El tal Cowley de las crueles tropelías nocturnas bajo la luna grande de las Pascuas Sangrientas, sería ajusticiado en Holguín por un comando revolucionario en noviembre de 1957 a pleno sol.