Cuando el 25 de diciembre de 1977, Charles Chaplin partía definitivamente a la inmortalidad, ya hacía mucho tiempo que sufría su propia muerte, lenta y aguda que lo condenaba a olvidar. ¡Cuánto dolor! Precisamente él, que sustentó obra y legado en el recuerdo, en el compromiso de preservar acción y pensamiento por los que más sufren en la Tierra.
Algo de enigmático tendría efectivamente el deceso de Chaplin hace 41 años. Mira que morir el 25 de diciembre, en plena Navidad, cuando él mismo en cierta ocasión expresó, le recordaba la extrema pobreza pasada en su niñez.
Esa condición humana aparece sembrada en El Pequeño Vagabundo, Charlot, para quien el valor del amor remontará siempre al dinero. Tanto en la propuesta de cine mudo como en el sonoro, habita aquella utopía de alas en el alma humana, para volar al arcoiris, a la luz de la esperanza, en fin, al porvenir.
El Pequeño Vagabundo de Chaplin refrenda la enorme trascendencia de ser signo del séptimo arte. Pertenece a cualquier tiempo y a cualquier lugar. Es una imagen que certifica creación, como igualmente el impostergable deber de luchar.
El personaje acaso más célebre del cine subvierte a los poderosos con travesuras, en tanto los pobres –compartidores de la suerte de Charlot—terminan dueños de un optimismo que pasa por el tamiz del humor.
La quimera de oro, Luces de la ciudad, Tiempos modernos, son clásicos de siempre, aunque Chaplin se apegara hasta el delirio a la vieja usanza del cine mudo. En El gran dictador, tal vez, el genio quiso ser realmente explícito y dejar un mensaje.
El aniversario 41 de la muerte de Charles Chaplin recuerda, en todo caso, un sueño por cumplir: el del género humano que remonta odios y ambiciones, en un mundo de bondad con un lugar de trabajo y de protagonismo para el Sol. Es mejor recordarlo con la expresión de agrado en los labios, de él aprendimos que un día sin reír es un día perdido.