Escribió en célebre drama José Martí que “nunca está el hombre más cerca de la vida, que cuando está cercano su morir”. Tras largo tiempo alejado de la vida pública, el Generalísimo Máximo Gómez Báez viajó a fines de abril de 1905 a Santiago de Cuba, con el objetivo expreso de visitar a su hijo Maxito, aquel a quien dejó al frente de la familia en República Dominicana a punto de iniciarse la guerra en Cuba.
Dicen que en diciembre de 1894 le dijo “Cuídate, cuida y aprende a cuidar”. Lo acompañaban 10 años después su esposa Manana, y sus hijas Clemencia y Margarita. Pero otro objetivo se hallaba en el morral del viejo guerrero: evitar la reelección de Tomás Estrada Palma. El más grande guerrillero de las Américas se había autoimpuesto una batalla política enorme. Pero sus días estaban contados.
Se repite hasta el cansancio que Gómez era víctima del complejo de extranjero. Quien se acerque a esos días de batalla política intensa en la capital oriental, donde había un importante apoyo a don Tomás, tendrá sin dudas una opinión completamente distinta.
El veterano de tantos combates libraba ahora otro crucial, cuando él mismo advertía barruntos de revolución en el horizonte: la candidatura del General Emilio Núñez Rodríguez. Echarse sobre sus hombros al Partido Liberal en semejante empresa, partía precisamente del liderazgo, del prestigio histórico, de la leyenda misma que encarnaba Gómez.
La acogida en Santiago de Cuba fue apoteósica. Todo el mundo quería abrazarlo y estrecharle la mano. A la casa del hijo llegaba siempre de noche, tras agotadoras jornadas de visitas y reuniones. Acaso una pequeñísima llaga en la mano derecha fue la puerta de entrada del mal que le arrebató la vida. El periodista cubano Ciro Bianchi Ross asegura que el héroe enfermó de popularidad.
Es casi seguro que el cumpleaños 32 de Clemencia estaba contemplado en el programa familiar de Gómez. Según el historiador cubano Yoel Cordoví Núñez, aquel primero de mayo de 1905, Gómez llegó tarde de nuevo a la casa, pero ya indispuesto. No quiso cenar y sencillamente se acostó. A medianoche sobrevino la fiebre. El asma, la enemiga habitual, aparecía combinada esta vez con la gripe, y con aquella inflamación en la mano derecha de las tantas cargas al machete.
El diagnóstico fue piohemia, una variedad de septicemia que aparece en forma de abscesos purulentos en las vísceras, en los huesos y en otras partes del cuerpo. Sobrevendrá una larga historia de operaciones en la mano, y de dramáticos encontronazos entre los médicos que lo atendían.
En un tren especialmente preparado para él, se trasladó al enfermo a La Habana. La gente, ya informada del estado de Gómez, se le acercaba en todas partes para extenderle votos de solidaridad. Le acondicionaron la casona de Quinta y D en El Vedado capitalino, que hoy está al fondo del teatro “Amadeo Roldán”. Por miles, la gente se daba cita en el lugar, preocupada por el hombre de las tantas páginas de heroísmo. El cuadro clínico se complicaba con el paso de los días. Su hija Clemencia relatará después que Gómez, plenamente consciente de su gravedad, le decía a cada rato que ella estaba frente a un cadáver, que él estaba a punto de morir. Ciro Bianchi Ross registra en crónica ejemplar que poco antes de expirar, Gómez extiende su última orden: “Lo reclamo. Si ya estoy muerto, enterradme, caballeros”.
Aproximadamente a las 6:00 de la tarde del 17 de junio –relata Cordoví Núñez—uno de los hijos, Urbano, trató de alimentarlo con leche. El General tuvo una contracción. El doctor José Pereda, dramáticamente quedo, dice: “El General ha muerto”. La frase se difuminó como un eco por La Habana y alcanzó en increíble rapidez el resto del archipiélago.
Clemencia se abrazó a sus pies, y luego todos los hijos, arrodillados, con la misma vela dispuesta para Panchito, entonaron la oración compuesta por el propio Gómez, que tantas veces dijeron antes de acostarse. El cuerpo del Generalísimo, ya embalsamado, se trasladó al Salón Rojo del Palacio Presidencial (el antiguo Palacio de los Capitanes Generales). Se decretaron tres días de duelo. Sobre el país entero reinó el ángel de la tristeza.
Según el periodista Ciro Bianchi Ross, fue hasta entonces el funeral más grande. La oralidad hará trascender en mensajes compartidos en el tiempo la consternación colectiva, aquel sepelio impresionante que transpuso en hitos a varias calles de la capital de Cuba, los toques de corneta que en otro tiempo llamaban al combate, el repicar de las campanas de las iglesias, los disparos en la vieja fortaleza de La Cabaña.
¿Qué consecuencias inmediatas tendría el deceso de Máximo Gómez Báez? Bueno, en primera instancia, el nombre del General Emilio Núñez Rodríguez no aparecerá más en los planes del liberalismo. La obcecación reeleccionista de Tomás Estrada Palma, derivaría en la famosa guerrita de agosto de 1906, en el alevoso asesinato del General Quintín Bandera, y en la segunda intervención norteamericana en virtud del artículo tercero de la Enmienda Platt. Desaparecía el último legionario de la santísima trinidad de la Guerra Necesaria, acaso el único nombre capaz de capitalizar nobles causas por Cuba desde la autoridad más auténtica y transparente.
Tal vez aún era posible una batalla ciertamente patriótica, congregando a la decencia y a la vocación de fundar, pero la única voz de mando para convocarla calló para siempre la tarde del 17 de junio de 1905. Para él pareciera escrito aquella idea del Apóstol en Patria: “Los muertos no son más que semilla, y morir bien es el único modo seguro de continuar viviendo”.