En Dulce María Loynaz concurrió la lírica y la música. Tal vez por eso prefería la denominación poeta y no poetisa. La célebre escritora cubana validaba en trabajo una actitud, un oficio, una dimensión.
Cualquier percepción etimológica define que poesía es creación, hacer. Con la misma devoción con que Dulce María Loynaz concibió versos, escribió novelas, estructuró bitácoras esenciales, y perfiló la agenda de un heraldo incansable.
Un verano en Tenerife representa un libro de viajes, toda una relatoría de vivencias en una tierra dilecta que de tantos elogios la prodigó. Ese peregrinar constante cultivó al sujeto lírico, confirió luces a la ensayista, y dio savia decorosa a un periodismo funcional.
En Dulce María Loynaz las percepciones concurren como en un suceso transdisciplinarios. La conciencia historiográfica, y hasta una actitud arqueológica, son actos demasiado tangibles en su Carta de amor a Tutankhamon. La reportera obra en versos tras el hallazgo extraordinario en Luxor, Egipto, en 1922.
De su mano muchos conocimos a Juan Ramón Jiménez, a Federico García Lorca, a Gabriela Mistral. Supimos desde Dulce María Loynaz el valor de la amistad con todas sus gradaciones y todas sus contingencias. Todo su recogimiento, la extraña costumbre de aislarse, no la apartan del mundo, sino que más bien avivan una leyenda y echan luz sobre tradiciones familiares muy atrás en el tiempo. Los poemas náufragos no indican la muerte de los versos, sino su salvación en prueba necesaria. Hasta puede decirse que la poesía tuvo un nuevo nacimiento el 10 de diciembre de 1902, y que cada poema sin nombre se anuncia con el de Dulce María Loynaz.