Hay ausencias que te hablan de un mañana,
que se tornan de todos los colores,
que te ponen el mundo en la ventana
y de esperanzas llenan los balcones
Liuba María Hevia
Me gustaba mirarlo cada mañana desde mi ventana mientras golpeaba las teclas de la máquina de escribir. Su rutina pasaba indiferente para los demás, pero aquella película conseguía mostrarme siempre un detalle interesante y nuevo, algo así como lo que suele ocurrir cada vez que releo El Principito. Él se llamaba Alejandrino, pero todos en el barrio le decían Alejo.
Alejo todos los días miraba desde su apartamento, en el tercer piso, el pedacito de tierra envenenado por la yerba fina que se tragaba un rosal. El terrenito verde gris donde hubo un jardín acaparaba toda su atención y la mía, por supuesto. Allí solamente quedaban el vergel medio muerto y un naranjo tan tozudo como la mala yerba.
Entonces se empeñó en salvar la matica de rosas y lanzaba desde el balcón chorros deagua con una manguera. Luego de tantas jornadas de esfuerzo inútil decidió bajar por las escaleras con su joroba y sus pasos cortos. Se había acordado del garabato, el machete y del tiempo que hacía que no sembraba una planta o una semilla, pensé.
La yerba fina es porfiada. Alejo también. A los pocos días miré por la ventana y asistí al renacimiento del jardín. Me asombró la cerca que puso él solito, seguramente como pudo. Entonces vi cómo, con la misma paciencia de una hormiga, Alejo empezaba a poblar de verde el pedacito olvidado por los demás.
Con el tiempo espigaron plantas de todo tipo, principalmente las que sirven para curarlas malezas del vientre, aplacar los nervios y aquellas que en infusiones y baños remedian cualquier mal del cuerpo, y hasta del alma, afirmaba él.
Decía, que la ruda al hervir no debe botarse porque la planta se seca y por ello no la ofrecía a cualquier descreído. De la sábila, la albaca y el romero, Alejo lo sabía casi todo, sentenciaba Silvia, su mujer, quien repartía hasta a los olvidadizos los frutos de aquella siembra milagrosa.
Diariamente él se afanaba en borrar los yerbajos que de vez cuando amenazaban con disimular los tilos, la mejorana y la manzanilla. Y para colorear el pedacito recién
nacido y bienhechor, plantó en aquellos días rosas que todavía revientan amarillas, rosadas, blancas y de carmín.
El naranjo también prosperó bajo sus manos. Y le encantaba mirarlo recostado a la pared del piso bajo con el cuerpo cansado pero ardiente de sol y sudor. Así pasaba
muchos minutos con los ojos entornados después de la faena. Dormitaba, pensaba la gente. Pero yo sabía que soñaba.
Un día dejé de ver a Alejo. No podía bajar al jardín, ni espantar la yerba mala, ni seguir el progreso del otro naranjo de hojitas verdecitas como pedazos de mar. Su pierna derecha no le respondía y les echaba la culpa a sus 83 años.
Le atormentaban dolores terribles, aliviados solamente con el sinsonte que lo llamaba desde el naranjo, repetía del alma hacia adentro. Y por aquellos días se enojó mucho porque algunos muchachos quisieron apagar a pedradas el canto de la avecilla. ¿Acasono saben que es la música de la primavera?, peleaba.
Alejo paró en el hospital de donde regresó con una pierna menos, pero con el mismo ánimo de siempre. Él sabía poco de las cumbres medioambientales, del cambio
climático, de los polos derretidos y de los chorros de petróleo pudriendo el mar. Alejo solamente tenía ojos para la yerba fina que empezaba a tragarse su jardín otra vez.
La vecina del piso bajo le tomó cariño al jardín de Alejo, suyo también. La yerba fina es obstinada, comprendió. Entonces, con la guataca y un poco de fe, dejó un círculo
limpio donde asomaba la tierra cremosa alrededor de cada tallo.
Luego, reparó la cerca y espantó a los chicos traviesos. Desde la silla de ruedas en el tercer piso, Alejo sonreía con los ojos fijos en el naranjo y la rosa. Tiempo después
dejé de verlo en su balcón y entonces sospeché que se preparaba para partir.
Y así con la misma paz con que vivió se fue Alejo el 26 de abril de 2015. A mí me dejóroto un ladito del corazón y encima, la deuda de esta historia que me faltó regalarle, yel abrazo, y las gracias por su jardín y todo lo demás.Se llamaba Alejandrino Pérez Martínez y era el hombre más bueno del mundo.
Quizás alguien recuerde que entregó su vida a la ganadería en la Empresa Valle del Perú, es posible. Pero estoy segura que más de uno supo que él había nacido negro y pobre en una zona que se conoce como Don Martín, en las inmediaciones del poblado de Casiguas, donde aprendió la ternura por todo lo que alienta sobre la tierra.
Hoy siento que Alejo anda con las hormigas, hurga las raíces y se esconde travieso entre las plumas del sinsonte, el arriero y el totí que de vez en cuando adornan su
naranjo. Él vive. Estoy segura, y lo hará infinitamente en la memoria y el jardín.
Pero de vez en cuando, les confieso, le extraño.