Martí: servir al único corazón de nuestras repúblicas

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José Martí
José Martí


Jamás historiador alguno se aventuró a imaginar el manto terrible que agobió al campamento mambí la noche de aquel aciago domingo de mayo de 1895. Y es que hasta ahora nadie conoce la exacta gama de la tristeza. En el morral del soldado hay sin falta un sitio para la esperanza, pero en aquella jornada difícil no solamente la supieron muerta, sino también convertida en trofeo de guerra por el enemigo.

Para el Maestro no fue la muerte algo temido, ni aceptado solo por resignación. Consejo e inspiración tuvo Martí en la muerte. (Recuérdese que su paje era un muerto.) Les dijo a los niños que la muerte no era tan fea, y de ella siempre esperó un beso. No fue tampoco un tabú. En el cuadro del Padre Hidalgo en La Edad de Oro, describe los tiros de muerte, las cabezas expuestas como macabro escarmiento, y el entierro de cuerpos decapitados.

Pero México es libre, escribió inmediatamente, como significando el precio justo de la emancipación humana. Y pocas horas antes de su caída heroica, selló nuevamente esas criptas misteriosas de quien sabe desaparecer. El oficio de luchar implicará siempre riesgos demasiado grandes, pero en la famosa carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado, aparece claro, límpido y fuerte el presentimiento: ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber ()

Creyó siempre en la transmigración de las almas. Venía de un hogar católico, cultivado con devoción y quizá con severidad, aunque al parecer nunca le gustaron las iglesias. Apóstol en primer lugar de su propia suerte, desde el amanecer de su conciencia supo que tendría pocos hijos y que viviría pocos años. Y como suele ocurrir con esos seres de excepción de edad breve al partir, tejió una saga existencial demasiado intensa para un continente personal enjuto y de salud herida.

A sus hermanos muertos no solo les dedicó himnos ejemplares, sino que en la dimensión de aquellos quiso abrazarlos y escucharlos. No deja de ser admirable esa disposición de compartir ese mundo enigmático de los claustros de mármol. No, para él la muerte jamás fue la conclusión de la vida. Era sencillamente un paso. O quizá por la consabida infinitud de la obra humana. Para una revista mexicana escribió: Nada muere. Todo morirá cuando todo esté completo.

Así y todo, no deja de conmover que Martí consideró clara e inobjetablemente amiga y generosa a la muerte. Recuerdo que el intelectual revolucionario cubano Carlos Rafael Rodríguez dijo que esa fue la única frase de Martí que nunca entendió ni compartió. La verdad del héroe, que en buena medida constituye el aserto de Cuba, es que la razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería y morir para que la respeten los que saben morir.

Pero que nadie lo dude. No era un suicida Martí, aunque el juicio de unas crónicas guerreras siempre importantesasí lo crean. Es posible que el héroe pensara que ya era hora de morir, pero (ese pero era auténticamente suyo) aún podía servir a este único corazón de nuestras repúblicas. Es impensable que invitara a la carga a un joven, para llevarlo deliberadamente a la muerte.

Tanta gente encontró a la vera del clarín aquella palabra encendida. A una hermana suya le confió cierta vez que no era feliz, pero que podía ayudar a la felicidad de los demás. Al recalar en una playa de Cuba, conoció la dicha grande, aunque en su Diario de Campaña saltan de cuando en cuando frases que parecen salidas del sufrimiento. Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. A cada rato dice que va en la soledad, y hasta trata de impedir que le muestren demasiado cariño.

Había logrado el auténtico milagro de reunir a aquellos centauros, que tan divididos y a veces enemistados salieron de la vieja guerra. Anudó voluntades dispersas y curó desgarraduras. Nadie podría pintar el desamparo de aquella tropa que conoció de cerca el prodigio de la lumbre, y que el domingo 19 de mayo de 1895 la vieron disiparse entre los tiros y la humareda de una escaramuza.

Fue una catástrofe, asegura el ensayo, pero los revolucionarios aprendieron a leer en la lección de su caída y a convertir en inspiración cada acto y palabra del héroe. Y así hemos de proseguir: levantándonos para todos los tiempos, con la luz que salvaron sus herederos en el tiempo, para concebir el gozo supremo de los hombres.

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