Los juegos de roles en la infancia resulta un tema inacabable. Su importancia se extiende en sus potencialidades de creación. En tanto en otros determinan las reglas predeterminadas, en ellos deciden la interpretación, el diálogo, la imaginación, hasta la misma aventura. Tienen una significación determinante los elementos fantásticos.
Y es que, precisamente, los juegos de roles integran la capacidad de los niños, de reflejar la realidad con un universo concebido por ellos mismos. Es su oportunidad –como apuntan ciertos estudios—de actuar como los adultos y de interactuar con objetos que todavía no les son accesibles.
De tal suerte, son un mecanismo bastante eficiente para evaluar el nivel de independencia de los pequeños, y sobre todo, un medidor formidable de intereses y tendencias. Quizá por esa razón, en la etapa de los juegos de roles aparecen las primeras preocupaciones de padres y de madres en relación con las preferencias cuando un varón insiste en cargar alguna muñeca, o una niña quiere participar muy activamente en un juego de pelota o de fútbol.
El juego de roles supone una entrada en situaciones lúdicas, por lo cual jamás tales circunstancias son determinantes, aunque en tantos casos, el niño asume muchas veces el papel de padre cuando lleva la susodicha muñeca en su regazo. Hay que ponderar esa dinámica por el bienestar emocional que aporta a la infancia, por su naturaleza socializadora y por la cantidad de situaciones que suscita.
Son innumerables los beneficios de los juegos de roles: cultivan la inteligencia –esa forma superior de la condición humana–, facilitan los accesos al conocimiento, el cálculo mental, la riqueza léxica.
Los niños, siempre juntos en un mismo proyecto, aprenden a respetar la diversidad, a tomar conciencia del universo, a ser responsables.
Esos juegos de roles contribuyen al perenne descubrimiento del mundo, y a perfilar mejores seres humanos.