Guáimaro: la Revolución como fuente de derecho

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La Asamblea de Guáimaro coronó el difícil camino de la unidad revolucionaria. Era algo que se esperaba. Céspedes y Agramonte se habían entrevistado más de una vez. El Hombre del Ingenio Demajagua hasta dejó en manos del joven camagüeyano un sable a manera de hermoso cumplido. Para unos, puro cálculo. Otros creen que fue admiración. Pero nadie habla de querencias entre ellos.

En la reunión cumbre del independentismo en abril de 1869, se dirimieron las diferencias. El primer gran problema fue la representatividad por regiones. Era de esperar que Oriente, con la mayor cantidad de habitantes, llevara la mayor cantidad de delegados. Antonio Zambrana definió el asunto como “tiranía del número”. Para evitar el naufragio en el mismo comienzo, los del este cubano asistieron con una cuota bastante reducida.

Y no solamente eso. Algunos historiadores reparan en que el grupo oriental no estaba en condiciones teóricas para encarar el intenso debate que le esperaba en Guáimaro. Eran de lugares diferentes en la distendida geografía de aquel departamento. Por lo que parece, formaban una delegación bastante fraccionada, sin un consenso como el que sí había en el Centro.

La sede guarda algo más que una simple cuestión simbólica. Desde hacía cinco meses, Guáimaro estaba en manos mambisas. En cambio, Bayamo había sucumbido. El incendio supuso un mensaje de verticalidad de enorme trascendencia, pero redujo la aureola del equipo cespedista. Todo el proceso ulterior, estaría signado por ese desbalance.

Zambrana y Agramonte fueron encargados de redactar la Constitución. En tiempo record ya estaba escrita. No es de dudar que existiera un boceto previo. Crearon un corpus legal para un presidente disminuido, con una cámara de representantes con funciones ejecutivas. El resto del documento, ya se sabe, fue una ley fundamental para la Cuba del después, sin mucho margen para el mando único de un archipiélago insurrecto. La hicieron a la medida de Céspedes.

La pensaron para él. Ese jefe de Estado podía ser depuesto libremente por la Cámara, la que al final nombraría hasta a los secretarios de despacho que él propusiera. El Presidente solamente podía designar y recibir embajadores. Agramonte, el otro con aptitudes de estadista, se sacó a sí mismo del juego cuando él y Zambrana escribieron el artículo número 17, donde se establecen 30 años de edad para ocupar el cargo. Evidentemente, les bastaba maniatar al bayamés.

En Guáimaro quedó en blanco y negro la primera división político-administrativa del patriotismo. Por ese orden, fueron definidos los cuatro estados: Oriente, Camagüey, Las Villas y Occidente. La idea de nombrar Cubanacán a Las Villas fue rechazada. Tampoco prosperó el proyecto de República Federativa de Salvador Cisneros Betancourt.

En plena desventaja numérica, poco pudo hacer Céspedes para defender el pabellón de inspiración chilena portado en Demajagua y que ondeó en el Bayamo libre. Se impuso la bandera de Narciso López, que como dijo la inolvidable Hortensia Pichardo, está lavada con sangre, incluida la del propio Céspedes. Como para darle alguna satisfacción, se acordó que la enseña del 10 de octubre fuera tesoro de la República. Y para completar el muro de contención, la Cámara eligió a un camagüeyano, Manuel de Quesada, General en Jefe del Ejército Libertador.

Pero el amor puede cambiar las actancias de la historia. En aquel mismo escenario, Céspedes conoció a la hermana del General. Con ella fundó una nueva familia que sufriría luego las calamidades de la contienda. Se suscitaron afectos inesperados, con implicaciones que entonces nadie imaginó. Y otra mujer, Ana Betancourt, días después en la plaza pública de la comarca, extendió un mensaje emancipatorio que el Presidente consideraría adelantado por un siglo.

Se creó un entramado que muchos califican de demasiado civilista, que más de una vez resultó un estorbo para las prioridades de la guerra. Durante un mes, Céspedes y los camerales convivieron en Guáimaro. Los separaba un abismo, pero la congregación, la cercanía, la comunicación permanente, obraron positivamente en aquel concubinato espinoso.

Al margen de desfasajes, de limitaciones, de diferencias, la epopeya de Cuba supo validarse a sí misma en el orden legal. Es cierto que aquel articulado abrió grietas por donde luego hizo aguas la nave de la independencia, pero la Revolución entraba en la historia como fuente plena de derecho.

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