Para que el tributo no tenga fronteras

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La soldadesca española se cebó cobardemente con el cadáver de El Francés tras su caída en combate el siete de julio de 1877 en Las Mercedes, cerca del campamento de las tropas del Mayor General Vicente García González en Santa Rita. Tan pronto identificaron al muerto, lo trasladaron a Las Tunas donde lo despedazaron en macabro festín de venganza y lo arrojaron a los perros de la plaza para que lo devorasen. ¿Quién era Charles Philibert Peissot, y qué hizo para ser acreedor de semejante odio de las autoridades integristas hispanas?

Dicen que perteneció a una distinguida familia parisiense, y que fue sargento de la Comuna en 1871. Tras la sangrienta represión, se vio obligado a emigrar a España junto a otros compañeros de aquella clarinada proletaria. Según algunas fuentes, en la península les cambiaron los nombres a la lengua castellana. Por eso, en muchos documentos aparece Carlos Peiso, aunque ese apellido aparecerá de varias maneras: Peissont, Peisó, Peisso.

Ante la amenaza de extraditarlos a Francia, aceptaron viajar a Cuba a trabajar en sus profesiones. Fue otro engaño. En cuanto los desembarcaron por el puerto de Nuevitas, les dispensaron fusil y uniforme para combatir a los cubanos. De aquella pequeña legión francesa, se conocen los nombres de Jean Bonnon y Clodomire Pampillon, pero hasta ahora no se tuvieron más noticias de ellos. En las bitácoras de la Revolución, existen muchos nombres franceses que tal vez tengan alguna relación con la expedición mencionada. 

Peissot tenía conocimientos militares y buena instrucción, suficientes condiciones para ocupar la vacante de secretario del Comandante Félix Toledo Vidal, jefe militar español de la entonces Victoria de Las Tunas. Desde aquel puesto clave, se convirtió en el agente Aristipo al servicio de la inteligencia mambisa, que le permitió al León de Santa Rita asestar uno de los golpes de las armas insurrectas más demoledores de la Guerra Grande.

Manuel Sanguily afirmó que la toma de Las Tunas en septiembre de 1876 fue “la obra maestra del cálculo, la astucia y la intrepidez prodigiosamente combinados”. En esa empresa sin dudas magistral, tuvieron mucho que ver las precisiones de Peissot sobre el entramado bélico en la plaza, y hasta muchas de sus recomendaciones. 

En el diario de campaña del jefe cubano, se consignan varias “conferencias provechosas para la patria” con El Francés. En el Archivo Nacional existen cartas de Peissot a Ciriaco, el pseudónimo del General García, especialmente recogidas en el ensayo En el mayor Silencio: la inteligencia mambisa, de René González Barrios, donde Peissot registraba el orgullo de ser hijo de la Revolución Francesa “que de un brinco hizo adelantar a los pueblos 10 siglos en la vida social”.

También aseguraba que aun balbuceando el idioma de los libertadores, ya se comprendía con ellos, que no temía a los peligros, y que se podía contar con él en “cualquier empresa donde habrá que luchar”. Páginas de la vida de ese combatiente aparecen en el libro Los Escudos Invisibles: un Martí desconocido, de Raúl Rodríguez La O, y en el compendio Vicente García: leyenda y realidad, de Víctor Manuel Marrero Zaldívar.

Los españoles culpaban a Peissot de la amarga derrota a manos de los cubanos en septiembre de 1876, de las numerosísimas bajas sufridas en la acción. Como se sabe, un subalterno cubano, el teniente Nicolás Rivero, ordenó la ejecución de los prisioneros españoles, lo cual supuso una injustificable mancha en la victoria.

Esos muertos, por supuesto, se cargaban sobre la espalda del francés, que después de la batalla, pasó a integrar las filas del Ejército Libertador con el grado de capitán. Los servicios secretos hispanos, por supuesto, consideraron desde ese momento la posibilidad de capturarlo o sencillamente, asesinarlo. Un agente del Mayor General Vicente García González, le comunicaba en junio de 1877 que “al Francés lo buscan con mucho empeño”. 

Sin embargo, la historiografía tradicional no resulta muy benévola con Peissot, uno de los redactores de la Proclama de Santa Rita de mayo de 1877, calificada de sedición desintegradora de la disciplina y de la moral combativa de los revolucionarios cubanos. De ser auténtica la carta de Antonio Maceo a Vicente García González donde le recrimina sus actos, El Francés sería uno de esos hombres de los que el General de las Tunas debía desembarazarse. 

En La Revolución de Yara, de Fernando Figueredo Socarrás, está quizá la verdadera razón. Lo definía de “demagogo que con calor defendía sus irrealizables utopías, sus sueños de socialismo y hasta de comunismo”. Aunque aseguraba que las ideas de Peissot encontraban “simpática acogida en las masas”, escribía en unos renglones más adelante que “se le creía por la generalidad un hombre altamente inconveniente, y mucho más junto al General García”. 

El primer punto de la Proclama de Santa Rita disponía que “el gobierno de la nación cubana será el sistema republicano democrático social”, es decir, la idea del socialismo aludida en La Revolución de Yara. El General García lo calificó de paso prematuro y fuera de oportunidad. Incluso sostuvo que Peissot actuaba de buena fe al querer imponer ideas del medio europeo a la situación cubana, pero que por la diferencia de condiciones, “puede cometer errores perjudiciales a la patria”. 

Escribió un viejo poeta de aquella comarca: “En los surcos del tiempo –sin frontera– / hizo siembra de amor mi poderío”. Con la patriota Iria Mayo Martinell, Peissot tuvo un hijo, León Filiberto, combatiente de la Guerra Necesaria. Iria fue encarcelada en Gibara, donde murió de tuberculosis en 1877. Pocas voces se aventuran a vindicar al revolucionario que sin dudas fue, en un país donde es costumbre agradecer cualquier gesto internacionalista y solidario, y donde también suele significarse todo antecedente de pensamiento socialista.

Ni siquiera se le tiene en su debida cuenta la condición de combatiente de la Comuna de París que hizo suya la causa cubana, y que supo morir heroicamente por ella. La alevosía colonial no dejó restos ni tumba para la posterioridad. Una razón grande para que el tributo no tenga fronteras.

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