Aquel 20 de mayo de 1902

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No se pudo evitar que los Estados Unidos se extendieran por las Antillas, como alertó Martí. Y con la intervención oportunista en la guerra, hasta contrajimos la deuda de gratitud que Maceo quiso impedir. Pero una saga rebelde de 30 años resulta difícil de borrar.

El proyecto de guerra breve pero generosa del Apóstol, se correspondía con la prioridad de lograr la independencia antes de un eventual zarpazo imperialista. Martí sufrió amargamente el fracaso del Plan de Fernandina. Él mejor que nadie entendió entonces el costo, pero no se rindió. Su temprana caída en combate multiplicó el peligro.

El presunto país amigo entró al escenario cubano sin reconocer formalmente a la institucionalidad en armas de los revolucionarios. El gobierno norteamericano conspiró, confundió, dividió. Logró licenciar al Ejército Libertador, y para colmo extendió un cínico ultimátum: O aceptan la Enmienda Platt o nos vamos.

El 20 de mayo de 1902 fue el resultado de un doloroso proceso, en el que el vecino poderoso empleó hábilmente el palo y la zanahoria. Un día hasta le prodigaba un almuerzo atento a los constituyentes, como otro les hacía llegar la puntual amenaza: ni una coma se podía cambiar del apéndice propuesto.

Aquello de que a Cuba le quedaba poca o ninguna independencia con el engendro plattista, no es un aserto de la dirigencia de la Revolución triunfante el primero de enero de 1959. Nada de eso. Fue una idea explícita del gobernador de la ocupación yanqui, Leonard Wood. Como afirma el axioma jurídico: A confesión de parte, relevo de pruebas.

Ante las presiones, fue necesaria más de una votación para complacer a los nuevos amos. Así y todo, el resultado final no fue tan desproporcionado. Los constituyentes optaron por el mal menor. De todas formas, habría que reconocer la actitud de quienes no cedieron.

Centímetro a centímetro, los insurrectos cubanos fueron conquistando patria a lo largo de 30 años para plantar bandera, con una altísima cuota de sangre. El ocupante nos dio al fin la posibilidad de tener una república, mutilada y encadenada, el 20 de mayo de 1902.

Después del inmenso saldo en vidas, de tanta humillación y alma escarnecida, se daba la oportunidad de levantar el pabellón de la estrella solitaria. La apoteosis de aquel día era más que explicable. La emoción tanto tiempo reprimida, y por otros años obligada a esperar la decisión imperial, sencillamente estalló en júbilo auténticamente popular.

Tronaron salvas de artillería, se activaron las sirenas de los barcos, se difuminó el código cubano de la música. Fue una jornada desbordada de abrazos, de vibración patriótica, donde concurrieron las leyendas vivas de la epopeya, como es el caso del Generalísimo Máximo Gómez.

Tras el jolgorio, necesariamente resulta indispensable la reflexión. ¿Era ciertamente la caricatura de república que nos entregaron ese día, la concreción del sueño del Apóstol? El profesor Ciro Bianchi Ross, recordaba que la primera bandera izada en la azotea del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, devenido Palacio Presidencial, debió de ser arriada a los 15 minutos: el gobernador saliente Leonard Wood quería llevársela de recuerdo.

Los enemigos históricos de la nación cubana, suelen de vez en vez, escoger al 20 de mayo para darle alguna vuelta de rosca al bloqueo, o para proferir otra amenaza. Y la fecha vuelve entonces a acoger el aplauso de la legión mercenaria, que medra con el dolor y las carencias de millones. Sí, fue una fecha de inflexión en la historia, que debe ser recordada. Pero a la luz de la verdad, perdió todo sentido de celebración.

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