La Revolución Cubana: la invariable decisión de luchar

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Aquella idea del Comandante en Jefe de la revolución como hija de la cultura y de las ideas, se inscribe en la inspiración martiana. Para el Apóstol, ser culto no es una de las tantas rutas de la exacta emancipación. Es el único modo de ser libre. En el juicio del Moncada, el legado del Maestro devino programa de la nueva epopeya.

La victoria extraordinaria de enero de 1959, confirmó ese principio que late en el evangelio más hermoso: La libertad no es el placer propio: es extenderla a los demás. Comenzaba la empresa colosal de empoderar a las grandes mayorías, conferirles voz y participación, en la realización del sueño más que milenario de conquistar toda la justicia.

Desde entonces hasta hoy, ha sido una prueba para la fe de los constructores de un mundo nuevo. No fue fácil, por ejemplo, remontar la adversidad del revés terrible, y con solamente siete fusiles proseguir la lucha contra un enemigo ciertamente fuerte, con decenas de miles de hombres sobre las armas, con tanques, artillería, aviación, y una retaguardia de parque y provisiones más que suficiente.

La Revolución Cubana rompió uno de los mitos más grandes de la historia: las revoluciones se hacen con el ejército o sin el ejército, pero nunca contra el ejército. En el orden militar, la guerra asimétrica fue un aporte de Fidel, que luego se incorporaría al concepto de guerra regular en las no menos heroicas misiones internacionalistas.

Esa estrategia iría unida a una ética en la lucha. El ministerio fiscal en el juicio por los sucesos del 26 de julio de 1953, reconoció que los jóvenes asaltantes fueron humanos en el combate. Ese principio se mantuvo inalterable a lo largo de la guerra, con respecto a los soldados heridos o capturados. Y en la Sierra Maestra, fueron concibiéndose leyes, para que la Revolución victoriosa tuviese un corpus legal.

Es otra página inédita de la gesta de Fidel y sus compañeros. Los asesinos a sueldo de Batista fueron juzgados a partir de leyes preestablecidas. En Nüremberg, por ejemplo, no existieron leyes previas para sancionar a los culpables del holocausto nazi, aunque para todo el mundo era consenso que aquellos genocidas merecían el castigo recibido.

En sus memorias, el dictador depuesto, Gerardo Machado Morales, apuntó que en su fuga vio desde el aire arder las casas de sus correligionarios. En agosto de 1933, muchos esbirros del déspota fueron arrastrados y linchados por la gente en las calles.

Desde una cultura en el fragor mismo del combate, la obra de Fidel evitó que ese dramático cuadro se repitiera en enero de 1959, aun cuando muchos estaban lógicamente dispuestos a tomarse la justicia por su propia mano.

En medio de la euforia popular, Fidel les dijo a los suyos que en lo adelante todo tal vez sería más difícil. Como una ley inexorable a lo largo de su historia, los revolucionarios cubanos siempre soñaron y fundaron al límite. Era de esperar que el vecino poderoso, que tanto maniobró para evitar el triunfo, no se resignara a coexistir con el archipiélago rebelde, ni le perdonara el atrevimiento de hacerse su propio destino.

Y en su prepotencia, hasta condenó a su viejo socio Fulgencio Batista por no apartarse a tiempo. Cuatro administraciones norteamericanas, le pusieron cerrojo a cualquier puerta eventual de entrada. El autócrata de Columbia jamás pudo regresar a aquel país al que tanto sirvió, y por el que tanto torturó y asesinó.

Los enemigos de la Revolución Cubana, afirman a menudo que el lenguaje de sus defensores resulta anquilosado, anclado en los años 1960, a una era que no volverá. No es eso propiamente. Ante la misma arrogancia, la amenaza perenne, la respuesta no puede ser otra que la invariable decisión de luchar, sin un lugar para la rendición.

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