Era el 1956. Fidel y sus compañeros aseguraban una y otra vez que ese año serían libres o mártires. Cumplir la palabra empeñada suponía la empresa difícil –según la lógica, casi imposible—de llevar una expedición armada hasta las costas de Cuba, que prendiera la llama de la insurrección y vencer a un régimen apoyado en decenas de miles de soldados, con artillería, tanques y aviación, y en una vasta red policíaca con tentáculos más allá de las fronteras.
El Movimiento 26 de Julio y el Directorio Revolucionario, capitalizaban para entonces el protagonismo de la nueva generación enfrentada a la tiranía batistiana. El primero apareció como estructura tras la liberación de los moncadistas. El segundo se articuló como prioridad de conferirle un brazo armado a la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). La unidad sobrevino nuevamente como premisa indispensable.
No debe olvidarse la resonancia de la FEU en los medios de prensa de la época. En su artículo “Presente y futuro de la Arquitectura en Cuba” publicado en Bohemia, el presidente de la organización, José Antonio Echeverría, se pronunció a favor de la amnistía a todos los presos políticos, incluidos los asaltantes a los cuarteles “Guillermón Moncada” en Santiago de Cuba, y “Carlos Manuel de Céspedes” en Bayamo.
Como se sabe, Fidel y los suyos estaban ya en el exilio. Otra vez México tendría que cumplir aquel mandato histórico que una vez registró José Martí. Por la hermana tierra se anudaron ideas y proyectos de Sandino, Mella, el Che, Fidel y José Antonio. Fue también la estación del sueño trunco de Guiteras, cuando una revolución se iba a bolina en la brumosa década de 1930.
Entre los días 29 y 30 de agosto de 1956, Fidel y José Antonio se entrevistaron en aquel país y suscribieron la famosa “Carta de México”. A menudo se enfatiza solamente en las diferencias de las tácticas del Movimiento 26 de Julio y del Directorio Revolucionario. Fidel era partidario de la guerra de guerrillas, de enfrentar a la dictadura desde abajo hasta prevalecer. José Antonio creía más en el golpear arriba, decapitar al régimen y precipitar su caída.
Los dirigentes del Directorio pensaban que una acción rápida, que suscitara el derrumbe abrupto de aquel gobierno de oprobios, evitaría muchas muertes. La “guerra asimétrica”, como luego la calificó el propio Fidel, les parecía una fórmula que se demoraba demasiado en el tiempo y que derivaba en la pérdida de vidas, más allá de lo que un proyecto revolucionario se podía permitir. El Jefe del 26 de Julio siempre creyó en la inviabilidad de una revolución “sietemesina”, que no se tomara su debido tiempo.
El acuerdo respetaba los planes de cada cual. Lo importante sería que coincidieran en el orden cronológico. Desde el punto estratégico certificó la coordinación de las acciones, la deseada unidad revolucionaria, y una contundente declaración de guerra a la tiranía. El 26 de Julio se sembró en las montañas, y el Directorio cumpliría aquellas complicadas y hasta estresantes acciones en la calle y en la clandestinidad.
El primer punto ya resultaba capital: derrocar la tiranía y llevar a cabo la Revolución Cubana. La juventud no se conformaría con destruir a aquella autoridad despótica y anticonstitucional nacida del golpe del 10 de Marzo. Carlos Baliño le aseguraba a Julio Antonio Mella que Martí le dijo cierta vez que revolución no era lo que se haría en la manigua, sino lo que acontecería luego en la República. La cuestión no era solamente echar del poder a Batista y su camarilla. El compromiso histórico era cambiar todo el orden de cosas, la empresa monumental que la caída heroica en Dos Ríos le impidió al Maestro.
Desde el punto de vista político, la “Carta de México” definió la verticalidad revolucionaria ante la salida electoralista del sátrapa para legitimar su gobierno. Y de paso, extendía la responsabilidad de quienes le hacían el juego. También aludió literalmente al “inútil esfuerzo” de la Sociedad de Amigos de la República. Fue una advertencia ante el juicio posterior de la historia ante la insistencia de Cosme de la Torriente y otros de negociar con Batista: lo que una vez pudo ser una alternativa patriótica, en la nueva coyuntura podía ser infame.
El documento perfiló la actitud de Fidel de siempre ir a la ofensiva, de desenmascarar al enemigo sin la pérdida de un solo segundo. Poco más de una semana atrás, la sección “En Cuba” de la revista Bohemia, había publicado un texto adjudicado al jefe de la policía batistiana, Rafael Salas Cañizares, donde se acusaba a Fidel de ser cómplice de una conspiración anticubana del sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo Molina.
La historiografía alude a cada rato la animadversión de “Chapitas” contra Cuba. La pezuña trujillista dejaba a menudo su huella en algún episodio de la vida nacional. Batista y su colega represor de Quisqueya no se dispensaban mucha simpatía en lo personal, pero las dos dictaduras mantuvieron hasta el final un nivel de colaboración que sobrepasa los niveles imaginables.
¿Cómo olvidar la ayuda bélica del autoproclamado “Benefactor” de la patria dominicana al “Hombre Fuerte de Columbia”? El mismo 31 de diciembre de 1958, cuando Batista ultimaba los detalles de su fuga, una comitiva militar trujillista se encontraba en La Habana para coordinar una eventual intervención de tropas dominicanas en Cuba para impedir el triunfo revolucionario. Para evitar algún acuerdo que comprometiera la estampida planeada, Batista se negó a recibir a sus socios de la ínsula vecina.
La historia vendría luego a confirmar lo consabido: el General golpista del 10 de Marzo escogió precisamente a República Dominicana como refugio, donde su anfitrión logró sacarle unos cinco millones de pesos. Ya antes, el matón Policarpo Soler, con el apoyo de Batista, se había puesto al servicio de Trujillo. Otros siguieron la saga de su jefe, como el tristemente célebre Masacre, José María Salas Cañizares, quien se pondría rápidamente a las órdenes del autócrata de Santo Domingo, para hacer su oficio: asesinar.
Pero en 1956, la propaganda batistiana multiplicó la calumnia de un Fidel al servicio de Trujillo. Desde el exilio mexicano, el líder revolucionario se encargó de desmentir el embuste de la tiranía. Hacía solamente un mes de la Cumbre en Panamá por los 130 años del Congreso Anfictiónico, donde Fulgencio Batista le había prodigado un sonadísimo abrazo al señor Héctor Bienvenido Trujillo Molina, El Negro, un títere de su hermano “Chapitas” como “presidente” de República Dominicana.
Por ahí comenzó precisamente la denuncia de Fidel, cuya participación activa y sin concesiones en la expedición de Cayo Confites era suficientemente conocida y reconocida. De los 19 puntos de la “Carta de México”, nueve se refieren literalmente a la infamante afirmación de la tiranía contra el líder del 26 de Julio. El documento suscrito por las principales organizaciones insurreccionales de Cuba, echó por tierra la pretensión batistiana de calificar de antipatriótico, de antinacional, de mercenario, al movimiento en ciernes por la libertad de los cubanos.
La firma devino instrumento de alcance internacional. En él se afirmaba que tanto Trujillo como Batista eran dictadores que herían el sentimiento democrático de América, y que perturbaban la paz, la amistad y la felicidad de los cubanos y los dominicanos, en clara respuesta a la Declaración Final de la Cumbre de Panamá, del 22 de julio de ese año 1956.
La “Carta de México” se inscribió en el internacionalismo de sus gestores. En ella se reclamaba responder con dignidad a la ofensa trujillista, ante la traición a la Patria contenida en “la actitud débil, oportunista y cobarde del régimen batistiano”. Y se prometía una acción armada futura contra Trujillo, que ayudara al hermano pueblo dominicano.
Aquel texto memorable de Fidel y José Antonio remontaría las criptas del tiempo, y certificó cada uno de sus compromisos. En junio de 1959, se verificaron las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo que, a pesar de fracasar militarmente, constituyeron tal vez el principio del fin de Trujillo. Uno de los sobrevivientes de aquella página, el comandante Delio Gómez Ochoa, reúne recuerdos y valoraciones en su libro La Victoria de los Caídos, publicado por la Casa Editorial Verde Olivo.
En agosto de 1956, el Movimiento 26 de Julio y el Directorio Revolucionario suscribieron un documento trascendental con honda resonancia en la inacabable obra revolucionaria de los cubanos, y en la empresa solidaria con otros pueblos que tanto identifica los actos y la idiosincrasia de millones de hermanos en este archipiélago del Caribe.