La Campaña de Alfabetización: construir la promesa que vive en la novela

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Escribió Gabriel García Márquez que Fidel no concebía una idea que no fuera descomunal. Cargar con siete fusiles contra un ejército equipado por la potencia imperialista más poderosa del planeta, supone una empresa digna de gigantes. La Campaña de Alfabetización contra siglos de ignorancia, de olvido, de exclusión, era indudablemente otra experiencia inédita, irrealizable para el juicio común.

Estudios de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), subrayan una y otra vez el extraordinario acontecimiento. El profesor H. J. Bhola no solamente reparó en el saldo favorable, sino que también apuntó su intensidad y rapidez.

En efecto, ningún proceso anterior en la historia había logrado tanto, en un lapso tan breve. La revolución, se sabe, es fuente de derecho. Y Fidel la concibió en la medida de sus sueños, distinta, encantadora, lejos del fantasma de Saturno. A lo mejor por eso es fragua del milagro, sobre todo en el amanecer, en la certidumbre de un nuevo oficio para el Sol.

En cada surco del tiempo sin frontera, como apunta el poema, está sin falta la inspiración martiana. Ser culto es el único modo de ser libre, resulta en todo caso un principio irrenunciable. En aquel propio inicio, por ejemplo, apareció la Imprenta Nacional. El libro precisa del buen lector como ejercicio pleno de libertad. La Campaña de Alfabetización recorrió hasta el último confín de la Patria para concebirlo en un rapto heroico de luz.

Había llegado al fin a la tierra cubana una razón grande para crear y para creer. La juventud la convirtió en proyecto de esperanza, que en sus manos crece hasta las nubes. Martí la definió como la edad de la viveza de la imaginación y el ímpetu. Y la historia del país cambió para siempre.

La utopía, en definitiva, no es lo imposible como frecuentemente se piensa, sino el sitio que no existe. Aún la campaña calumniosa del enemigo insiste en que tenía una estructura militar, con distintivos de guerra. Con aquellas armas, por lo visto terribles para el imperio, de manual, cartilla, lápiz y farol, los jóvenes brigadistas cubanos, casi niños, se multiplicaron por todo el archipiélago para construir aquel lugar que hasta entonces era una promesa en la novela.

El gobierno de los Estados Unidos pretendió descarrilar la gesta que ya casi empezaba. El embuste de la presunta ley de la Revolución que le arrebataría la Patria Potestad a la familia, parte de la guerra psicológica contra Cuba, buscaba sacar de circulación a los eventuales protagonistas de la proeza. Al no lograrlo, dieron carta abierta a sus mercenarios, a lo más bajo y ruin del género humano, para detenerla con la intimidación y con el crimen.

Como en cada página gloriosa de la Patria, también hubo mártires. Pero el tributo se transpuso en creación, en inspiración enardecida. Conrado Benítez se difuminó hecho lumbre, ejemplo, himno en las brigadas. Manuel Ascunce Domenech se sembró en la cantera numerosa del magisterio cubano.

Transcurre un tiempo en que se reproducen la difamación y el linchamiento en las redes digitales del mundo. El amo y sus alabarderos no se cansan de repetir que entonces no hubo instrucción ni labor sensibilizadora, sino puro adoctrinamiento comunista. La respuesta sigue siendo la misma: ganar a pensamiento la guerra mayor que se nos hace, como reclamó Martí, con el legado descomunal de Fidel que describe el canon literario de Nuestra América.

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