Julio Cortázar: tomarle el pulso a la tierra

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Una y otra vez, agosto nos regresa a Julio Cortázar. De acendrada argentinidad, tuvo desde el amanecer de su existencia signos de una Europa que luego supo conquistar y reconocerle. Hijo de diplomático, nació entre el asedio y la ocupación alemana de Bélgica, uno de los capítulos iniciales de lo que sería la Primera Guerra Mundial.

Una semana antes, tras una inesperada resistencia –que para muchos sería decisiva—Bruselas cayó en manos germanas. La salida de la familia de aquellos escenarios bélicos hacia Suiza, la llegada ulterior a Sudamérica, podrían certificar hojas sueltas de una novela digna de escribirse, o al menos relatos, ese género otro en el cual brilló el genio de Cortázar.

Por ambos desanduvo el oficio del escritor argentino. Novela y cuento definieron buenamente sus distancias. Y para suerte de narradores y de críticos, teorizó sobre ellos. Aún se recuerda su veredicto, suscrito en términos del pugilismo: la novela gana por puntos, y el cuento por knock-out.

Le obsesionaba, eso sí, involucrar al lector en la obra. No le funcionaba la complicidad simple, o la mera aprobación. Cortázar quería convertirlo en coprotagonista. La crítica suele denotar la narración Continuidad de los parques. Un hombre lee aquella novela donde una mujer adúltera y su amante preparan el asesinato del marido, quien resulta ser… el señor que lee la novela. ¡El lector como personaje! Y si su papel en el relato se vuelve imprescindible, mucho mejor.

Por esa cuerda estaría igualmente su novela Rayuela. El juicio de la crítica literaria la denota como obra maestra que lo encumbró definitivamente al éxito y a la fama. Se le inscribe en la deconstrucción del texto, propia del post-estructuralismo, o se le buscan conexiones con el absurdo de Kafka, o con el existencialismo –de tantos absurdos también—de Albert Camus.

Pero en Rayuela, de Julio Cortázar, habría mucho de ese deseo de involucrar al lector. Como se sabe, el autor propone saltos de un capítulo a otro. El lector podrá –por supuesto—hacerlo linealmente, pero no se librará ya de las otras posibilidades. El genio escriturario nos convierte en participantes en Rayuela, aunque al final –si es que hay un final—nada se cierre.

Todavía se discute en relación con el tono de los relatos de Cortázar. Existe un amplio consenso en torno a la oralidad milenaria de estos pueblos, que al fin cristaliza en signos lingüísticos. No son pocos los que descubren aliento nuevo en una lectura en alta voz, o a la manera de la narración oral escénica. Él mismo recomendaba estar al día con el habla popular, con sus novedades siempre de la mano de poetas anónimos. Ahí estaría –quizá—la fórmula mejor de ese Julio Cortázar que agosto nos regresa: tomarle el pulso a la tierra, escuchar las buenas historias perdurables en la vera de siglos, y saberlas recrear en la palabra, el milagro humano más hermoso.

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