Desde entonces se verifican calificaciones múltiples para el teatro cubano, pero ninguna mejor que la palabra del siempre presente Alberto Pedro: conspiración. En cualquier situación, de seguro complicada como todas las pruebas de la cubanidad a lo largo de su historia, el teatro no deja de subvertir. Desde la nacencia misma del texto, hasta las dimensiones insospechadas del espectáculo, la tarea de las tablas en todos los tiempos posibles será enfrentar entuertos y sembrar conciencia.
Ningún otro suceso de la creación artística tendrá esas posibilidades de interactuar con la gente. Llegan las nuevas tecnologías, se vive un proceso civilizatorio informático colosal, pero nada supera al hecho vivo del teatro. El intercambio energético de la escena con el público, remonta cálculos y confiere carne y sangre a cualquier idea. Incluso desde antes de este boom de computadoras, se venía hablando de crisis del teatro.
En tanto hasta le han dispensado pésames en vida, el teatro cubano está muy lejos de morir. Decir que se viven tiempos difíciles es un lugar común. Cuando parece que el tener le lleva ventaja al ser, la familia de los teatreros cubanos supone casi una rareza. Cualquier sala reúne todo el universo analógico probable, precario además, que a veces no redundará ni siquiera en lo indispensable para vivir y para seguir soñando. Y el teatro cubano persiste.
Porque, eso sí, el inmenso espectro de las tablas cubanas pasa invariablemente por el optimismo. No son precisamente laudatorias sus propuestas, pero en la percepción crítica está el amor por Cuba. En esas miradas a menudo controversiales está el hermoso propósito de vivir enamorados de ella. Hasta aprendemos a descubrirla un poco en esa función que cada 22 de enero halla una razón de recuento en la humana obsesión de horizontes y utopías.