El contemporáneo Marinello

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En la obra monumental de Juan Marinello Vidaurreta, la contemporaneidad parece casi una obsesión. En el ensayo o en la palabra siempre viva del coloquio, resulta una seña inequívoca y literal de quien se siente comprometido con el minuto decisivo en que vive, el cual jamás será pretérito ni remontado por eventualidad alguna.

Ese hombre nacido el 2 de noviembre de 1898 constituye un contemporáneo inexorable, no solamente actual, sino permanente, de presencia útil, la memoria creadora, la fundación que no se cansa nunca. Obra, vida, palabra, sueño, no pierden el encanto de juventud, porque consagró la existencia a principios universales que ni los retrocesos ni el paso del tiempo logran desfasar.

A cada rato se encargaba de recordar que fue testigo de la colonia. Cierto. Aquella República maniatada al carro imperial no era capaz de zafarse el fardo del atraso. Marinello había venido al mundo en el aún pequeño poblado de Jicotea, en el actual municipio villaclareño de Ranchuelo, donde, como era natural entonces en el campo, permanecían abiertas y sangrantes las heridas de un viejo tiempo, duro, de abusos, de ignorancia.

Hijo de cubana y de inmigrante español, tuvo la oportunidad de viajar a la tierra de su padre. Allí concretó estudios y hasta descubrió cierta línea familiar italiana. En la Universidad de La Habana hallaría luego la forja definitiva: el profesional del Derecho, con la más genuina sed de justicia. Para muchos, ese suceso supone un cauce natural para el revolucionario, un nexo más o menos constante en la historia de Cuba, explícito en el ejemplo del Apóstol de la independencia y en la acción del Comandante invicto de la Revolución.

Marinello ocupa un sitio de honor en las luchas contra el orden injusto de la corrupción administrativa, a menudo en la figura de sátrapas sanguinarios. Y lo hizo desde la filiación comunista, para lo que entonces como ahora se precisa de mucho valor. Al precio de cárcel, del exilio, también de la calumnia inevitable, recorrió el renacer de la conciencia nacional y toda la épica posterior.

En cualquier esbozo biográfico, se consigna su participación en la Protesta de los Trece, en la Falange de Acción Cubana, en el Movimiento de Veteranos y Patriotas, en el Grupo Minorista, en la factura misma de la Constitución de 1940. Y prevalece su condición de contemporáneo de Mella, de Villena, de Pablo de la Torriente Brau, de Jesús Menéndez, de Lázaro Peña de Blas Roca, y de Fidel.

A la vera de la acción, se fue fraguando igualmente el intelectual, el hombre ajustado a la histórica escuela cubana de pensamiento. Vivió conectado a una era difícil de dogmas en el ideal revolucionario. Alguien escribió sobre las siniestras lagunas del stalinismo, donde navegaron no pocos buenos intentos. La honestidad intelectual de Marinello jamás naufragó. Recuerdo al propio Cintio Vitier, admirado ante la ensayística de aquel hombre que al margen de la disciplina de su Partido, describía sin ataduras las conexiones de José Martí con Santa Teresa de Jesús.

Fue un poeta en el más exacto contenido de la palabra. En la Utopía que anima al más heroico sujeto lírico, está su paso por la Reforma Universitaria de 1962, su papel como embajador cubano en la UNESCO, su trabajo en la cristalización del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, su devoción como constructor de la soberanía popular.

Era un convencido de la necesidad de inscribir al Apóstol de Cuba en el histórico proceso de institucionalización del país de la década de 1970. Fue el director designado para el Centro de Estudios Martianos que se crearía. Su muerte solamente unos meses antes, el 27 de marzo de 1977 lo impidió. La huella de Marinello está en cualquier parte, pero el sino trascendente estaría precisamente ahí, en el amor al Martí actual, al Maestro de unidad como él mismo lo consagra en palabra hermosa, deslumbrante, contemporánea.

 

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