Céspedes: vivo en la querencia de los cubanos

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Grande fue Carlos Manuel de Céspedes cuando anunció al mundo entero el parto de un pueblo, en un grito de guerra por la emancipación, por el amor, por el decoro. Pero más inmenso fue aquella vez en que se nombró a sí mismo el padre de todos los que luchaban, incluidos sus propios críticos y enemigos personales.

Y lo hizo en el minuto de la prueba más dura de cualquier ser humano: cuando debió decidir entre la vida de su hijo Amado Oscar y el seguir en zafarrancho de combate contra la tiranía española. De hecho, no existe en la lengua española (y por lo visto en otros idiomas ocurre exactamente lo mismo), una palabra que califique al padre que pierde a un hijo.

Eso radica un accidente de la existencia humana. No es normal ni lógico que un padre entierre a su descendencia. Ante la disyuntiva alevosa en que lo colocaba el Caballero de Rodas, Céspedes escribió un mensaje para la historia, que aún conserva su resonancia en el tiempo en virtud de la familia cubana.

El jefe español no era, ni mucho menos, el único destinatario. Céspedes extendió de corazón la mano, en el instante más amargo de su existencia. Fue una pena enorme que sus adversarios no se la estrecharan, que no fueran consecuentes con aquel gesto extraordinario. A veces creo que el final desafortunado de aquella larga guerra pudo transponerse con un abrazo.

Eso explica justamente la dimensión humana del prócer del ingenio Demajagua, como igualmente la pequeñez de aquellos que conspiraban en su contra. Semejante estatura se mide en cuantos de sensibilidad. Era poeta, alma de armónicas excelentes, cuya inquietud cristalizó muchas veces en seis cuerdas retadoras.

Como buen hombre del derecho, obró por la justicia. Amó fervorosamente, y hasta en hermoso diálogo consigo mismo, supo pedir perdón. En el Diario Perdido se arrepiente del presunto daño inferido a Cambula, a quien comenzaba a querer como a una hermana.

En un país de tanta muralística, donde se registran frases capitales de sus héroes, la presencia de Carlos Manuel de Céspedes es ciertamente escasa. Su pensamiento es casi una joya inédita y desconocida. Tan atento y sensible ante la voz de la historia, José Martí no se cansó jamás de saber sobre él. Lo acusaban de hábitos aristocráticos, hasta de tendencias tiránicas, y nadie fue tan celoso cumplidor de la ley, ni tan digno representante de aquella República en Armas.

Jamás pudieron apagarle el orgullo, su naturaleza límpida, la verticalidad de sus actos, a pesar de tantos atropellos y celadas. Sufrió pérdidas, el dolor emocional, y males físicos devastadores como la migraña. Pasaron más de 200 años después de su natalicio, pero permanece vivo en la querencia de los cubanos, porque –como escribió el Apóstol para el periódico argentino La Nación, “los pueblos, así como los hijos, aman más a sus padres después de muertos”.

 

 

 

 

 

 

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