No determina para nada la edad del paradigma, independientemente de la calidad de la experiencia. El periodismo cubano tiene en la desaparecida Ania Pino una de sus pautas ejemplares. Tejió intensamente su obra para ofrecerla en exacto equilibrio entre la fuerza y la frescura.
No son tiempos fáciles para el oficio de la palabra al cual consagró su existencia. Y en esa tarea complicada de vencer cierto desaliento entre nosotros los periodistas, puede ayudarnos mucho el legado de Ania.
Murió cuando aún vive, inquieto y optimista, el sueño de transformar al mundo. Ni precariedades ni pesimismos le subvirtieron la esperanza. Desde la dimensión imprescindible del recuerdo, bien nos asistiría Ania Pino en reparar el ánimo y hasta curar alguna herida espiritual.
Sus compañeros de profesión admiramos la fuente de ese modelo: la amistad incondicional, la simpatía sembrada en cada casa conocida, o en la escuela de sus pasos nobles. Conmueven los dibujos que aquella maestra guardó, acaso en misterioso presentimiento, o como premonición de la memoria. Sorprende la voluntad deportiva de Ania, con la cual tal vez labró disciplina y la necesidad humana de asociarse.
En la empresa perpetua de extenderle inteligencia y credibilidad al periodismo cubano, hemos de auxiliarnos de su fe. Aún resulta indispensable, aunque escasos años definan la distancia de Ania Pino. Todavía duele su partida, pero es que los favoritos de los dioses suelen morir jóvenes.