Que nuestro grito sea por siempre ¡Independencia o Muerte!

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180 años después, el 23 de diciembre vuelve a ser jueves otra vez. El nombre del prócer sigue siendo indispensable para explicar los contornos de la villa antigua, para entender las escalas del heroísmo, para saber tantos capítulos de gloria de un país.

El cine, como buena razón humana, nos congrega nuevamente. Rigoberto López bien lo sabía en su ejercicio tanto con la identidad de millones de hermanos. Era preciso regresar al amanecer de aquella existencia-luz. El Apóstol, tan exacto en cada definición, lo calificó de diamante con alma de beso.

La inolvidable historiadora Elda Cento Gómez lo radicaba entre sus grandes amores investigativos. Y recordaba a cada rato que las palabras de José Martí implicaban emociones límpidas y hasta graves si se quiere: ese hombre apasionado, de las cartas encendidas a Amalia, era el mismo de las cruentas cargas, de la propia mano que anudaba sentencias ejemplarizantes en las cortes marciales mambisas.

Joven, impetuoso, pero al mismo tiempo de ademán hidalgo y sobrio, fue tajante y vertical en sus relaciones interpersonales. Nadie puede sustraerse de sus choques con Carlos Manuel de Céspedes, a quien en un rapto difícil, retó a un duelo a muerte.

Sí, a través de los intersticios del tiempo, la oralitura no se cansa de especular sobre aquel lance eventual que para suerte de Cuba, jamás llegó a verificarse. Como un rumor a la vera de los caminos, se habla de dos esgrimistas hasta entonces imbatibles, pero de las posibilidades de un Agramonte 22 años más joven, de brazos más largos.

Al final de sus vidas, si bien no asistimos ciertamente a una amistad, al menos acontece un respeto mutuo. Agramonte regresa al mando del Camagüey como personalmente el Padre de la Patria quería. Y el tribuno, el jurista, el Mayor General, no admitió más que en su presencia se hablara mal del Presidente.

Son experiencias que nos ayudan a vivir, aunque el paso del tiempo insista en que son capítulos demasiado lejanos. Y el hombre del ingenio Demajagua, desgarrado en sus heridas, desde el dolor ante las pérdidas numerosas, le asegura en carta a la madre María Filomena Loynaz Caballero, en un abrazo quizá que transpone la palabra, que jamás odió a su hijo.

Y como decía la siempre presente Elda Cento Gómez, el novio se hizo esposo y luego padre. También, afirmó, que el estudiante pasó a ser jurista y luego guerrero. Hasta hoy, las llanuras se habitaron de la leyenda por sus acciones. Ni las probables deslealtades de Julio Sanguily podrán borrar el brillo del rescate, ni los límites de siglos lograrán desfasar la ventura de las armas cubanas al conjuro del nombre de Ignacio Agramonte.

Y claro que creció, aunque siguió siendo el apasionado que como afirmaba el doctor Oscar Loyola Vegahizo una pausa ejemplar tras leer en Guáimaro el artículo 23 de la Constitución allí aprobada, para enfatizar en el siguiente que “Todos los habitantes de la República son enteramente libres.

No, ya al final era un hombre diferente aunque esencialmente el mismo, como en verdad ocurrió con todos los próceres que concurrieron a aquella cita con la muerte. La ya fallecida Premio Nacional de Historia 2015, que lo vio siempre como algo de su corazón, destacaba que Agramonte solicitaba ya prerrogativas muy parecidas a las que él le criticaba a Céspedes.

De no ser por la caída de Martí, el nombre de Ximénez de Sandoval tal vez no hubiera trascendido. Como tampoco el de Cirujeda, de no ocurrir la tragedia de la muerte de Maceo en San Pedro de Punta Brava. Es muy posible que el de José Rodríguez de León jamás surcara, como aún dolorosamente lo hace, los surcos del tiempo sin frontera, como escribió el poeta.

La historiografía militar nos ha dejado, por suerte, un ensayo capital sobre el combate de Jimaguayú del 11 de mayo de 1873. Un colectivo de autores, cada cual desde su especialidad, propone una obra coral, transdisciplinaria, para entender lo que realmente allí ocurrió.

Ante la cercanía de una fuerte columna enemiga, El Mayor dispuso que una avanzada de jinetes debía de provocar a la caballería hispana. Conmovido por los cadáveres insepultos de choques anteriores, el jefe español, José Rodríguez de León, optó por la prudencia y no cayó en la trampa. El jefe camagüeyano dejó bien claro a Henry Reeve (El Inglesito), que no se enzarzara en un combate con aquella poderosa fuerza. Y comenzó evidentemente a impacientarse al escuchar un distendido intercambio de disparos. Más de una vez comunicó la orden de retirada, pero la secuencia de tiros no cesaba.

Los historiadores creen que ante esas circunstancias, ideó una maniobra de distracción que atrajera hacia él y su pequeño grupo de ordenanzas la atención del enemigo, para que los suyos pudieran despegarse del enemigo. Y una escuadra oculta en la altísima hierba de guinea del potrero, le abrió fuego y lo derribó de un disparo en la sien derecha.

Siempre será un enigma el destino final de los restos de Ignacio Agramonte. El gobierno español aseguró haber cremado el cadáver, pero la cantidad de combustible vegetal empleada no debió de ser suficiente para una incineración completa. Parece revelador que el Diario de la Marina, publicara que fue realmente enterrado.

También se sabe que un año después de la tragedia, el Generalísimo Máximo Gómez suscribió en el lugar un acta funeraria, con el testimonio de testigos de aquellos sucesos. El documento se introdujo en una botella, que fue enterrada allí mismo. El equipo investigador del combate de Jimaguayú la buscó infructuosamente con la técnica de georradar.

Es muy posible que el cuerpo del héroe fuera arrojado en una fosa común, con remotas posibilidades de encontrarlo tanto tiempo después. Acreedor de los regresos, El Mayor reclama desde su distancia Que nuestro grito sea por siempre ¡Independencia o Muerte!, y que cualquier otro sea mirado en adelante como un lema de traición. Todavía se le canta cabalgando sobre una palma escrita, herido de muerte pero hermosamente resucitado en la gloriosa epopeya de su pueblo.

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