En las sagas de la epopeya cubana, se describe a la abanderada de 1868, Canducha, la hija de Perucho Figueredo: iba vestida de amazona, de blanco, con un gorro frigio punzó, con una banda tricolor. En un escenario completamente distinto, en otro tiempo, la Revolución Francesa extendía su profusa gama, llena de simbolismos, pero con la idéntica suerte de transformar, de trastocar actancias.
En otros parajes cubanos, allá por el Oriente de la alborada mambisa, un grupo de insurrectos, entre quienes estaba Flor Crombet, aún sin un pabellón definido, rompieron lanzas contra el despotismo colonial español bajo el estandarte tricolor que el estallido del 14 de julio de 1789 en París hizo famoso en el mundo entero.
Es bastante probable que antes de 1868, como afirma Paul Estrade, las ideas republicanas, del constitucionalismo, de la libertad, la igualdad y la fraternidad, fueran tema solamente de una vanguardia de pensamiento, pero el grito de independencia logró irrumpir ese rapto hermoso de Modernidad en las conciencias y en los campos de Cuba libre.
Y al margen de diferencias, el espíritu de aquel suceso desencadenado en La Bastilla, concurrió en Bayamo y en Guáimaro. Y en el debate, en aciertos y hasta en los desencuentros, es posible hallar un jacobinismo sincero, transparente, intrépido por esencia.
En La Revolución de Yara, el libro de las conferencias de Fernando Figueredo Socarrás, está la figura del sargento de la Comuna de París, Charles Philibert Peissot (o Carlos Peiso) que, como se consigna en esas páginas, defendía con ardor en la manigua cubana sus ideas de socialismo y hasta de comunismo, establecidas en el famoso Programa de Santa Rita de 1877, y que la historiografía tradicional insiste en calificarlo como una sedición militar que socavó la unidad de los patriotas.
En el debate actual, cobra vigencia El Contrato Social, de Jacques-Jean Rousseau. Hasta en el orden práctico, la Revolución Francesa estableció nexos constantes, leyes del devenir histórico, que en el caso de la experiencia cubana podemos confirmar. Si la Francia nueva tuvo que enfrentar a enemigos concentrados en Coblenza, la Cuba revolucionaria ha tenido que lidiar con un Miami.
Martí, que muy bien se hacía entender en francés, nos devolvió la admiración a Víctor Hugo. Y en esa lengua romance pensaron en tiempo de transformación Ernesto Che Guevara, Nicolás Guillén y Roberto Fernández Retamar. En los cafetales orientales se tejió el primer ensayo de invasión mambisa. Desde el aliento francés, la novela de la Revolución, El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, inscribió lo real maravilloso en el canon literario del mundo.