Ignacio Agramonte, el abogado

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Ignacio-Agramonte.-Foto-tomada-de-Somos-jovenes

Siempre me he identificado con Ignacio Agramonte a quien José Martí calificó como diamante con alma de beso. Aprendí de él por una maestra de primaria, que para bien en aquellos años nos presentaba al héroe, pero también al ser humano.
Tal vez, por esa manera de asumir el amor a la patria y a Amalia su esposa. Tal vez por la pasión, el decoro, por el ímpetu de su juventud dispuesto a favor de la independencia o sencillamente porque la admiración obedece al respeto por la virtud.
Cada 8 de junio en Cuba los trabajadores jurídicos reciben el reconocimiento a su labor, en fecha que recuerda que en 1865 Ignacio Agramonte defendió la Tesis de Grado para recibirse como licenciado de la Facultad de Derecho.
“La sociedad no se comprende sin orden, ni el orden sin un poder que lo prevenga y lo defienda, al mismo tiempo que destruya todas las causas perturbadoras de él”.
Así expresó en el acto donde recibió la investidura del grado de Licenciado en Derecho Civil y Canónico. Su discurso llega a nuestros días con la serenidad y la pureza de quien defendió siempre la justicia: La justicia, la verdad, la razón, sólo pueden ser la suprema ley de la sociedad; decir: “salus populi suprema lex est” es tomar el efecto por la causa. El derecho para ser tal y obligarlo, debe tener por fundamento la justicia.
Ignacio Agramonte ganó el respeto y admiración desde su época de estudiante en la Universidad de La Habana. Defendió los derechos del individuo, al considerarlos “inalienables e imprescriptibles, puesto que sin ellos no podrá llegar al cumplimiento de su destino”. No permitió el irrespeto a ningún ser humano, en una ocasión sostuvo duelo con un oficial español para reparar una ofensa de este a una camagüeyana.
Homérico resultó el rescate al brigadier Julio Sanguily; por encima del peligro estaba salvar al mambí, a su amigo. La Constitución de Guáimaro lleva en sí sus virtudes como jurista y su pensamiento democrático, su condición de ciudadano ejemplar quedó manifiesta en aquella advertencia a sus hombres, (a pesar de sus diferencias con Céspedes): “Jamás permitiré que en mi presencia se hable mal del presidente de la República”.
Agramonte solo tenía 31 años cuando murió en combate el 11 de mayo de 1873. Una bala enemiga causó la muerte inmediata. Prematura muerte que cegó la existencia de aquel joven, nacido en el seno de una familia de abolengo, culta y librepensadora, proveedora de una educación esmerada y la formación de recios valores morales. Sobre ello se empinó el guerrero, dejó a un lado la comodidad y la fortuna para luchar por Cuba libre.
Este 8 de junio sirva el reconocimiento a los jurídicos para volver a la historia y a unos de los hombres que se inscribió en ella por su valor, lealtad, amor y sentido de la justicia: Ignacio Agramonte Loynaz, de quien expresó el más universal de los cubanos:
“…aquel que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que, acaso, con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla.”

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