Félix Varela, siempre luz

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Es muy posible que el hoy distendido mal del stress alcanzara a Félix Varela Morales en su lejano tiempo. Se le describe como un hombre de complexión más bien débil, que llevó siempre una existencia demasiado agitada. Sus luchas en las Cortes, adonde acudió –dicen—con cierto disgusto y las consecuencias de la proscripción y ulterior exilio, probablemente dejaron profunda huella en su espíritu.

A Nueva York llegó en diciembre de 1823. A cada rato se alude la difícil tarea de predicar el catolicismo en un medio mayoritariamente protestante. Pero el rudo invierno de la famosa ciudad global norteamericana, la repetida austeridad –un eufemismo, porque era en realidad pobreza—y la acendrada costumbre del sacerdote e intelectual cubano de no cuidarse debidamente a sí mismo, fueron desbrozando su destino.

El círculo cercano dejó el testimonio de los frecuentes “ahogos de Varela”. Evidentemente padecía de asma, pero en otras partes se habla también de la diabetes, con lo cual se trata de explicar la galopante ceguera que le privó de la luz en sus últimos días. Aunque supo robustecer el alma desde el dolor, se asegura que los males del cuerpo le afligían.

A cada rato afirmaba que tenía tres o cuatro enfermedades al mismo tiempo. Y es casi seguro que no le faltara razón. Algún coetáneo suyo escribió que “la calumnia ha respetado a Varela”. Resulta casi increíble que rumores de dos siglos de distancia, cobren resonancia en nuestros días, como restándole beatitud y límpida actitud al clérigo y profesor. Aquella nota quizá disipe una pena que perdura en las criptas del tiempo.

El rigor del frío neoyorkino lo obligó a buscar un clima más adecuado. Lo encontró al sur, en San Agustín, La Florida. En tanto se sentía recuperado –o por lo menos eso pensaba—volvía a oficiar en la gran urbe. Lo intentó luego en una segunda ocasión. En la tercera no pudo regresar. Y allí quedó, al amparo del párroco francés Edmond Aubril, cuyos feligreses lo acompañaron hasta el final.

Un cubano, Lorenzo de Allo , fue a visitarlo en su pobrísimo cuarto de madera, donde el hombre que nos hizo pensar en cubano yacía encanecido, flaco y ciego en un rústico sofá. “El alma se parte al ver un santo perecer sin amparo”, le escribió al presbítero Francisco Ruiz, solicitando ayuda financiera a sus discípulos, pero sin que Varela lo supiera, para no herirle su sensibilidad.

Pensaron primeramente en José de la Luz y Caballero como comisionado, pero la salud del buen pedagogo se resintió por esos días a raíz del deceso de su hija. Con algo de dinero viajó José María Casal, pero llegó demasiado tarde. El autor de Cartas a Elpidio, había expirado unos días antes.

Con el mismo valor con que enfrentó en marzo de 1825 la posibilidad de que un matón al servicio de España lo asesinara en Estados Unidos, el Padre Varela se decidió a esperar su hora definitiva. Con suma tranquilidad solicitó los sacramentos para su último viaje. Los fieles de la parroquia de San Agustín rogaron por él hasta el minuto postrero, y aún después siguieron orando por su alma.

El dinero recaudado en La Habana sirvió para dignificar la tumba del eminente clérigo y filósofo cubano. Fue entonces que se erigió la lápida donde se asegura que Félix Varela Morales falleció el 25 de febrero de 1853. Pudiera ser esa la fecha del sepelio. Está la carta del reverendo Stephen Sheridan al Arzobispo de Nueva York, dando detalles de los instantes finales de Varela. Según él, habría fallecido realmente el viernes 18, a las 8:30 de la noche, y que fue enterrado una semana más tarde.

Existe el criterio de que más temprano que tarde, será canonizado. Más de un cubano ha pedido intercesión a través de la Oración con su nombre. Se fue de este mundo con el pesar de no volver a trabajar entre sus pobres. El mayor milagro es mediar para creyentes y no creyentes en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, como inspiración de las más nobles y prístinas clarinadas de la juventud de Cuba.

 

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