El pacto del Zanjón

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Para el Titán heroico, curtido en las pruebas más difíciles de la guerra, el Pacto del Zanjón solamente le fue comparable con la caída en combate del padre y el deceso años después de la madre. Diez años sí representan una cifra notable en la existencia humana, y mucho más si son de sacrificio sin nombre, encarando cada minuto a la muerte. Y aquel convenio pretendía echar por la borda todo el tiempo glorioso.

José Martí dejaría para la historia un juicio extraordinariamente conclusivo en el artículo “El General Gómez”, publicado en Patria el 26 de agosto de 1893. Escribió entonces que “descansó en el triste febrero la guerra de Cuba”, como quien ejercita el alma y encuentra razones grandes en la honda aflicción de aquellos centauros de la contienda prolongada.

Y la historiografía tradicional insiste febrilmente en la búsqueda de culpables. En esa lista estarían sin falta Vicente García y Limbano Sánchez. El primero, la cabeza visible del movimiento de Lagunas de Varona, donde los Hermanos del Silencio de Céspedes lograron un golpe de venganza contra el Marqués de Santa Lucía. Acólito de las reformas del propio General en Santa Rita era el otro, que en un principio apoyó al Cantón Independiente del doctor José Enrique Collado.

Luego el criterio sumario pasará demasiado rápido sobre la presencia de ambos en Baraguá, como para que la protesta formidable no los absuelva de su condición de nefastos, sobre todo a García, usualmente el caudillo sedicioso, regionalista, indisciplinado, desmoralizador, ambicioso, que por encima de las diferencias resultó aclamado General en Jefe de aquella gente en rebeldía, dispuesta a continuar la carga.

En Guáimaro, por ejemplo, Céspedes cedió en todo, pero la unidad siguió siendo un sueño. Durante diez años no fue posible una estrategia militar completa, ni conferirle un verdadero carácter nacional. La precariedad de pertrechos fue casi un sello de la guerra larga (la gran sed de suministros, como la definió un gran historiador cubano), que una emigración dividida y no tan colaboradora jamás resolvió.

Desde la destitución del General Quesada no volvió a existir un mando único, aunque siempre prevaleció la autonomía de los jefes, que de cuando en cuando chocaban con el poder civil y entre ellos mismos.

Tras el incendio de Guáimaro en mayo de 1869, la Cámara y el Ejecutivo se separaron. Fue un acto de dramático simbolismo, porque en espíritu no se reencontraron jamás. Y como si fuera poco, los independentistas debieron de enfrentar la mala fruición del enemigo poderoso, que silenciosamente esperaba la caída de la fruta madura.

España ensayó en Cuba más de un método. Primeramente apostó por aplastar con saña a la insurrección. A pesar de las enormes pérdidas, la Revolución logró sobrevivir. La tradición oral asegura que en Río Abajo, el ya mencionado General Vicente García, le detuvo los pies a la Creciente de Valmaseda. Luego la metrópoli se la jugó con la seducción. Y para eso trajo a Cuba a un militar experimentado también en hacer política: Arsenio Martínez Campos.

Pero no fue solamente el carisma de un militar ciertamente respetable, fogueado en las guerras carlistas. El jefe hispano aprovechó las lógicas dificultades de comunicación entre las partidas mambisas para confundir y engañar. Y los servicios secretos de la colonia, de paso, siempre muy eficientes, hicieron lo suyo. Derogado el Decreto Spotorno, a la actividad de la inteligencia española se unieron abiertamente otros tantos que sin ser molestados iban y venían de las líneas enemigas.

Ni el Presidente de la República en Armas, ni la Cámara de Representantes, podían negociar la paz sin la independencia. Eso parece haberle dicho Vicente García a Martínez Campos. El Legislativo, en cambio, acordó desintegrarse para que un autotitulado Comité del Centro sí lo hiciera.

Hortensia Pichardo recordaba a cada rato que el Pacto del Zanjón fue un tácito reconocimiento de la nacionalidad cubana. En correspondencia con el talento político peninsular, ninguna palabra en el texto debió de ser fortuita. El segundo artículo admite el carácter revolucionario de la insurrección. Ese punto, igualmente,  es el que más pesa en la memoria histórica de los cubanos, porque declara el “olvido de lo pasado respecto de los delitos políticos cometidos desde 1868”.

Parece un diseño escénico de telón de fondo para la tragedia que los enemigos de la independencia de Cuba les deparan a los patriotas: la Revolución es un delito, y la recomendación de pasar la página, de no recordar, permanece en el guion imperial. Maceo no solamente transpuso la derrota en tregua. El Titán extendió en Baraguá un mensaje perpetuo de no entendernos con la deshonra, y sembró en la costumbre de ser cubanos la valerosa disposición de romper el corojo.

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