Dulce María Loynaz: quieta y cansada, sin llantos ni gritos

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¿Cómo negarlo ahora, que ya han pasado increíblemente tantos años? La casona de 19 y E en El Vedado era como un misterio inapagado en mi perenne viaje al centro de la poesía. Dulce María Loynaz se me ocurría acreedora de todo el tiempo del mundo. En esa práctica inevitable con las cuerdas del reloj, me pareció que estuvo siempre allí como un testigo en versos desde el comienzo mismo de la existencia humana.

Andaban mis pasos aquella vez tras los saberes sobre la antiquísima Universidad del Aire, esa especie de patrimonio espiritual de la radio cubana. ¿Por qué no preguntarle a aquella criatura legendaria que el sujeto lírico dispuso a trascender desde La Habana? Y sí que me atreví a rebasar el umbral de la heredad, donde cada traza resultaba cosa inequívoca del pasado.

Era de noche, y el apagón imperaba nuevamente sobre aquel segmento céntrico de la urbe metropolitana y cosmopolita. Pero también escaseaba ya la luz en los ojos de Dulce María, aquellos que se deslumbraron con los colores de Tenerife, y que para suerte nuestra pintaron cada pasaje de la novela. Como un perro fidelísimo, le acompañaba Vicente, su lector personal, que fue entonces hosco e inoportuno. El hombre parecía convulsionar cada vez que yo encendía la grabadora.

Pero allí estaba ella, amable anfitriona, muy lejos de la tanta leyenda urbana tejida alrededor de su nombre. “Menos de política, pregúnteme todo lo que quiera”. Ni falta que hacía, me dije a mí mismo. ¿Para qué pedir autos de credo militante, si la fe y el amor a Cuba insisten en pergeñarla en el archipiélago de su corazón, aquí entre los suyos, compartiendo su misma suerte, hermanos si se quiere, hijos espirituales del General del Himno Invasor?

Anduve con buen pie, lo confieso, en aquella oportunidad única. Alguien dijo que llevaba la rosa en una mano y el látigo en la otra. Pero esa noche de brumas, solamente vi su jardín. Hasta donde me lo permitía la tenue luz de una vela, advertí el esbozo repetido de su sonrisa. Y me habló, sobre todo, de su hermano Enrique, de los últimos días de una casa, como quien ya siente que la partida es asunto inminente de su destino.

Y sí, la creo mujer de coraje, de dignidad numerosa ante la vejez y la muerte, que –como ya dije—la sabía demasiado cercana. Vio nacer a todos sus hermanos y luego los fue despidiendo dolorosamente uno por uno. Cuando el alma asume esa prueba, resignación mediante, se dispara la audacia, retroceden los miedos. Y sin proponérselo, factura una actitud ante la hora definitiva que se me antoja ejemplar.

Recuerdo ahora que iba yo en viaje a Santa Clara, a un festival de la danza, cuando supe la noticia. Vivo convencido que encaró al cáncer como siempre le valió su carácter ante querellas y eventualidades. Parece que fue ayer (ese lugar común para subvertir de algún modo el paso de los años), pero ya transcurrió un cuarto de siglo de su partida. Y la imagino quieta y cansada, sin llanto ni gritos, como en su juego de la muerte, reclamándole a la parca que acabe de una vez.

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