Para que el Apóstol no muriera en el año de su Centenario, miles de antorchas se encendieron en la víspera de aquel 28 de enero. Partieron desde la Escalinata de la Universidad hasta la Fragua Martiana. Un torrente de luz desafiaba la oscuridad de la Cuba de entonces.
Al más universal de los cubanos, José Martí, ha de llegarse como hijos al padre amado que siempre espera y está presto al abrazo puro, al consejo certero, al análisis si fuera preciso, a la voluntad de compartir su sabia y el amor infinito que no descansa en esa ansia inmensa de fraguar a un mejor ser humano.
Por estos días en que enero anuncia la proximidad de un nuevo aniversario del natalicio del Héroe Nacional, me acojo a su legado sin límites, ese que dejó desde ayer para hoy y mañana, que insistimos en marcar con sus frases, muchas veces, sin tomar en cuenta la profundidad de cada palabra.
Al hablar de José Martí no es extraño evocar la figura del revolucionario intachable, organizador de la guerra de liberación, orador, escritor y periodista, hombre de alma sensible que sintió respeto y adoración por su madre, hermanas, y otras hermosas mujeres.
A todas ellas dedicó sus mejores pensamientos y conmovedores escritos, vehementes versos de amor, epístolas en las cuales aconsejaba y enseñaba la mejor manera de enfrentar la vida, esquivar las frivolidades.
Para Doña Leonor Pérez, quien le dio la vida y sufrió por él, escribió conmovedores versos cuando fue condenado a prisión por sus ideas libertarias, cuando solo era un adolescente.
Deseaba Martí consolar a su madre con esas palabras detrás de una foto tomada en la cárcel, la cual estuvo siempre presente en el pensamiento martiano, como la mujer tierna y dulce a la que amó entrañablemente.