Provengo de una raza diferente, no identificada por los etnólogos: la cubana. Soy hija de esta isla con genes paternos del Oriente del país, maternos del centro y nacida en el Occidente.
Desciendo de familias humilde y de linaje, por mis venas corre sangre haitiana, española, africana, india y francesa, vínculo que hoy conforma mi mejor herencia, que pudo no ser transmitida por la información genética, pero a fuerza de legado llega a mis días para enraizarse en mi carácter y en la forma de ver la vida.
Tomo café sentada, porque así se saborea mejor o al menos eso decían mis ancestros, disfruto las historias de zafras, centrales, fabricación de azúcar, torcedores de tabaco y carpinteros ebanistas, porque estas me acercan a mis antecesores.
Estudié una carrera de letras, fraguada en el amor que mi madre me trasmitió por el español y la literatura, me apellido igual que el poeta del Canto al Niágara y no me importa los lazos consanguíneos, si nos une el mismo sentimiento por la patria.
Exhibo un cuerpo similar al de mi abuela paterna y la gracia jocosa de mi padre, el espíritu de vivir en esta tierra y el gusto por la comida universal, la música que llega para disfrutar a mis oído y que no alcanza hasta mis pies para bailar como legado gallego.
Tengo la piel cobriza y soy ejemplo de la mezcla de raza que nos identifica porque en Cuba como diría nuestro poeta nacional, “el que no tiene de Congo, tiene de Carabalí”.
No le temo a las adversidades, amo la libertad conquistada, los símbolos patrios y la historia que atesora la mayor de las Antillas, siento orgullo de mis raíces y tengo la certeza de que soy fruto de una raza diferente: la cubana.