En términos matemáticos, César Portillo de la Luz ya sobrepasa la más recurrente de las cifras notables. Nació en La Habana el 31 de octubre de 1922, en el primer tercio del signo Escorpión, en el que pareció ajustarse cómodamente su personalidad, si vamos a compararlo dato por dato con los pasajes conocidos de los horóscopos y de los arcanos.
Consagró su existencia al mensaje constructor del género humano: la música. Martí la creyó siempre la más bella forma de lo bello. Como en los tiempos antiquísimos de la lira que narra, Portillo aprende, concibe, funda, desde el infinito universo de seis cuerdas que no se cansan de reclamar, de sugerir, de sensibilizar.
Alguien confesó cierta vez el deslumbramiento por la ejecución de la obra de Portillo por la Orquesta Sinfónica de Londres en el Barbican Centre. Habría, al menos, una explicación: en ese célebre centro de arte, cada propuesta se corresponde con la naturaleza reunidora, plena de transposición artística, de intervinculaciones múltiples de plástica, de poesía, de cine, de teatro, de música. En aquel punto de la capital británica, cualquier ciudadano del mundo puede identificarse por el código numeroso, por el carácter sintético del mester.
Por ahí están igualmente las distancias de Portillo. La aproximación musicológica suele inscribirlo en una suerte de trova media, que no apunta, por supuesto, solamente el tema del tiempo, sino también ese medio camino entre todas las disciplinas y las inquietudes del quehacer.
Y dentro del espectro sonoro, ninguna exclusión, aunque la canción parece más bien un intergénero, con un fuerte aliento de jazz, de blues, de soul, que fue sellando una actitud, un movimiento en Cuba.
Guillermo Rodríguez Rivera decía frecuentemente que cristalizamos como nación por los caminos de la mar. Y como en otros casos, se hizo algo raigalmente cubano a partir de componentes foráneos que recalaron en nuestras conciencias más que en nuestras costas. Portillo y sus compañeros de ruta lo denominaron con la palabra inglesa feeling, pero el sonido resulta cubano, desde ese pulso que reconocemos criollo alma adentro.
El catálogo de Portillo es inobjetablemente grande, aunque la celebridad de ciertas piezas impida el destello del resto del catauro. Inmenso y variado, desde el espectro genérico amplio que define a lo cubano. Como también resulta extensa la plataforma interpretativa.
Cada versión suma sentimientos, reparte, multiplica la música, la convierte en pertenencia planetaria, crisol cultural más que una embajada.
Transcurrieron más de cien años desde su nacimiento. Y empieza a alejarse la fecha de su partida. Pero su música no se circunscribe a ningún parámetro temporal. Anida en el repertorio de trovadores, de coros, de conjuntos, de orquestas, tanto en la denominada cuerda culta como en el entramado popular.
Como ocurre en una era de crisis humanística, hasta el nombre de César Portillo de la Luz pudiera ser víctima de la bruma, de retrocesos, de olvidos, pero la obra permanece útil, hermosa, en el oficio de ayudar a vivir.