Juan Delgado González, el azar concurrente de la libertad

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Bejucal donde nació Juan Delgado González el 27 de diciembre de 1868, parecía tejer la urdimbre del tiempo muy lejos del teatro de la guerra. Nada presagiaba entonces una cruenta lucha en su umbral geográfico, ni la fuga de la hora apacible. Para algún lugareño informado, el fuego de la independencia crepitaba en el otro lado del mundo.

La historiografía precisó mucho después que ese propio día, en aquellos confines remotos del Oriente, en el Bayamo capital de Cuba libre, el Padre Carlos Manuel de Céspedes firmó un decreto de la abolición de la esclavitud. También el genio hacedor del verso, oficiaría años más tarde el tema del azar concurrente.

Todavía hoy conmueve la epopeya decimonónica, reunida en la página escrita, viva igualmente en la oralidad popular como un susurro a la vera de los caminos. La Patria, en tanto, aún sangra por el cataclismo de la caída del Titán en San Pedro de Punta Brava, pero busca afanosamente consuelo en el capítulo brillante del entonces teniente coronel Juan Delgado González.

Más de un investigador se aventura a creer que el hombre de Bejucal, vivió ese día sentimientos difíciles de describir. Junto al golpe terrible por la muerte del Lugarteniente General del Ejército Libertador, se sintió probablemente herido en su amor propio. La caída aconteció en su escenario natural, y habría vivido el extraño sobresalto del anfitrión que no sabe o no puede proteger atentamente a quien lo visita.

Juan Delgado González fue el hombre de la carga salvadora de la Revolución en ese momento, el héroe que se levanta cuando el resto de los centauros de guerra se dispersa en lágrimas. Para el teniente coronel de solo 28 años, resultaba indigno que el Aníbal cubano quedara acribillado, desamparado, solo, a merced de la carroña integrista, capaz de escarnecer su cuerpo a manera de escarmiento.

Aquella frase en la entrada de su pueblo, se me ocurre pura entelequia: El que se sienta cubano y tenga valor, que me siga. No, no fue exactamente eso lo que dijo. Juan Delgado González pronunció palabras más duras, que denotan gravemente el carácter del cubano. La cartelística oficial, por supuesto, no podría reunir esas palabras que más de 120 años después, remontando límites de siglos, tienen todavía una carga semántica presuntamente obscena.

Pero esas palabras gordas (como dijo Fidel en febrero de 1990 en el recibimiento de los tripulantes del Hermann), cumplieron cabalmente su objetivo ese día de nubes en el cielo, de brumas en la esperanza, cuando cayó el Titán. Tras Juan Delgado González galopó el coraje, la decisión de no permitir un alto en el camino por semejante catástrofe.

Y rescataron los cadáveres del Titán y del fiel capitán Panchito Gómez Toro, a unos pasos del buitre enemigo. El hombre de la carga decisiva compartimentó la misión, y cerró la dolorosa ceremonia fúnebre con un pacto de silencio. Y hasta encargó la futura exhumación a otros, con indicaciones precisas, como si intuyera el destino terrible de su propia existencia.

El sitio escogido para el sepelio aún perdura como sacro sitio de la Patria. Juan Delgado González confirmó la validez del azar concurrente del que hablaba Lezama: nacer el día de un decreto histórico, para difuminar en la historia un legado contra la esclavitud, siempre por la libertad del género humano.

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