Fabio es un niño en apariencia como otro cualquiera. Lleva cabellos largos que le caen sobre la frente simulándole el ceño que con frecuencia contrae ante cualquier desaliento; sin embargo su manera de actuar lo distingue del grupo. Con frecuencia se apoderan de él la ansiedad y la depresión.
Su respuesta al estrés es más pronunciada, y su lenguaje es tan premioso que apenas le permite comunicarse; y es que mi amigo de solo siete años de edad es considerado por los especialistas como un niño autista.
El autismo es un espectro de trastornos caracterizados por graves déficits del desarrollo. El pronóstico del autismo es aparentemente impredecible. Algunos niños se desarrollan a niveles imperceptibles sin razón aparente.
El bebé autista puede pasar desapercibido hasta el cuarto mes de vida; a partir de ahí, la evolución lingüística queda estancada, no hay reciprocidad con el interlocutor, no aparecen las primeras conductas de comunicación intencionadas: miradas, echar los brazos, señalar.
Fabio sonríe con dulzura cuando se le complace, aunque a veces resulta difícil satisfacer sus deseos. Yo que me considero su amiga procuro no contrariarlo y siempre que puedo le dedico parte de mi tiempo, le muestro libros para dibujar, lo acompaño hasta al parque de diversiones y hasta juntos nos tendemos sobre el césped para ver las nubes pasar.
Fabio es un niño diferente; no es menos cierto que la naturaleza lo diseñó así al azar; sin embargo sus pupilas se iluminan cuando le brindan amor con el mismo brillo que lo demás niños sin marcar la diferencia.
Percibe cuando es acogido con afecto y le estremecen las frases cariñosas, aunque en ocasiones no llegue el mensaje etimológico pero si el acento suave del emisor.
Como mi Fabio existen muchos más infantes que al igual que él merecen ser incluidos y considerados como parte de la sociedad en que vivimos, no como figuras anuladas si no como seres humanos que sienten y reclaman de toda nuestra atención