La nueva derecha es muy diferente al fascismo clásico, que irrumpió en la primera mitad del siglo pasado frente a la amenaza de la revolución socialista, en un escenario de guerras interimperialistas. Ese peligro de una insurrección obrera contra la tiranía del capitalismo unificó a las clases dominantes, que defendieron brutalmente sus privilegios contra los trabajadores.
El fascismo fue un instrumento inusual, en el marco de grandes acciones políticas de los asalariados e inéditas conflagraciones bélicas entre las principales potencias (Riley, 2018). Por esa razón incluyó modalidades ideológicas extremas de absolutización de la nación y repudio del progreso, la modernidad o la ilustración.
Ninguno de esos condicionamientos está presente en la actualidad. En la segunda década del siglo XXI no se vislumbran amenazas bolcheviques, ni consiguientes exigencias de inmediata contrarrevolución. Han reaparecido las tensiones bélicas, pero sin guerras generalizadas entre bloques competitivos. Las motivaciones que dieron lugar al fascismo clásico no se observan en la coyuntura actual.
Es un frecuente error asemejar a la ultraderecha en boga con sus antecesores de la centuria pasada. Más que el fascismo en regla de esa época, hasta ahora despunta un proto-fascismo potencial, que tan sólo podría devenir en la modalidad precedente si se generalizan los rasgos de ese modelo (Palheta, 2018).
Ese giro implicaría la masificación de la violencia, a través de milicias paramilitares análogas a las bandas pardas del pasado. La hostilidad contra las minorías se transformaría en matanzas, las advertencias contra los opositores devendrían en asesinatos y los discursos agresivos se transformarían en acciones salvajes. Ese rumbo es una posibilidad, que supondría la conversión de las formaciones actuales en fuerzas fascistas.
Ese pasaje también implicaría la abolición del status legal vigente, mediante un contundente incremento del autoritarismo estatal. Mientras las organizaciones de ultraderecha actúen en el marco institucional, mantendrán a lo sumo un perfil neofascista aún alejado de la virulenta modalidad clásica. Una reorganización totalitaria exigiría, además, drásticos cambios en los liderazgos y en los movimientos que sostienen el actual curso reaccionario.
Una dinámica de fascistización requeriría mayor sustento plebeyo, enemigos internos más identificados y un lenguaje de violencia descarnada contra los opositores (Louçã, 2018).
Esa concreción presupondría la amputación total de la democracia (Davidson, 2010). El fascismo no es una mera dictadura, ni una simple gestión autoritaria. Introduce un modelo político signado por el uso metódico del garrote y la consiguiente conformación de un régimen totalitario.
Esta caracterización del fenómeno centrada en el sistema político es más precisa, que la presentación genérica del fascismo como una época o una ideología del capitalismo. También es más acertada que su evaluación como una configuración contrapuesta al neoliberalismo. Estas dimensiones constituyen, a lo sumo, complementos del sistema político que singulariza al fascismo.
Esa magnificación ha sido muy corriente en Estados Unidos para justificar el alineamiento con el Partido Demócrata contra los Republicanos. Con esa mirada se rechazó a Trump postulando la conveniencia de sostener a Biden (Fraser, 2019). El mismo multiuso del término fascista sirve en otros países para aprobar alianzas con el establishment burgués. La batalla real contra el fascismo nunca transitó por esos carriles.
Pero también es cierto que la ultraderecha actual incuba los gérmenes del fascismo. Por esa razón no es sensato eludir el calificativo, argumentando la ausencia de los eslabones faltantes para completar ese status. Nunca está demás la denuncia frontal de las corrientes reaccionarias, que pueden empujar a la sociedad al monstruoso escenario del siglo XX. Los aditivos “pos”, “neo” o “proto” contribuyen a precisar el alcance o proximidad de ese peligro.
En la actualidad, la extrema derecha ya fija la agenda de muchos países y gobiernos. Al relativizar (o naturalizar) ese avance se diluye su peligrosidad. La evolución de esos procesos sigue abierta y tiende a desembocar en dinámicas conservadoras tradicionales, pero no está excluida una tormentosa renovación del viejo fascismo.
Conviene tomar distancia de las tesis que restringen el fascismo a un exclusivo drama de mitad del siglo pasado. Tampoco es correcto suponer que sólo irrumpiría como respuesta a un peligro revolucionario socialista. Ese virulento proceso es periódicamente generado por el capitalismo, para contrarrestar el descontento que provoca la propia dinámica inequitativa, empobrecedora y convulsiva de ese sistema.
Los sujetos sociales que protagonizan esa reacción pueden mutar con los mismos parámetros de sus víctimas. La pequeño-burguesía que confrontó con el proletariado fabril durante Alemania nazi, no constituye un prototipo inamovible para cualquier época o país. El fascismo es un proceso político que no sigue parámetros inmutables. El registro de esa variabilidad es particularmente importante para evaluar su dinámica en América Latina.