Che comunista, el Comité Central, la despedida

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La vanguardia revolucionaria cubana se hallaba en plena actividad organizativa en la alborada de octubre de 1965. Pero ya hacía exactamente seis meses que el Che había marchado a otras tierras del mundo a completar el sino de su existencia. Eran días de la acción unitaria para perfilar literalmente la Utopía por la cual proseguir la empresa grande: la constitución del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC).

Ernesto Guevara traía la aureola comunista desde antes. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos, se encargó de tacharlo desde el capítulo del gobierno de Juan Jacobo Árbenz en Guatemala. Pero él tampoco se ocupó demasiado de ocultarlo. Tras el arresto de Fidel y sus compañeros en México, cuando se preparaba la expedición del Granma, aquel joven médico argentino se enzarzó en una discusión inaudita con la policía de ese país, sobre sucesos recientes en la entonces Unión Soviética.

Aquel año de 1956, en que una avanzada de valientes levantaba la alternativa de ser libres o mártires, acontecía una página estremecedora de la idea comunista en el planeta: el Discurso Secreto de Nikita Jruschov, donde se condenaba el culto a la personalidad de Stalin. El Che no solamente no sabía mentir, sino que siempre le pareció pertinente apuntar toda la verdad, exponer sus criterios sin cortapisas, ni tabúes, ni temores. Pasara lo que pasara. Y transpuso comisaría por cátedra, sobre los errores en la construcción del socialismo en el país más grande de la Tierra.

¿Seguía en la mirilla de los servicios secretos yanquis? Seguramente. El grupo completo fue liberado, salvo el Che. Hasta le pidió a Fidel que partiera hacia Cuba sin él, que luego hallaría la forma de incorporarse. “Yo no te abandono”, le respondió el jefe de aquella bisoña tropa. La historia del Che comunista continuaría luego durante la campaña guerrillera y se multiplicó tras la victoria del primero de enero de 1959.

El Che vivió intensamente la fusión de las organizaciones revolucionarias que participaron en la lucha insurreccional contra la tiranía. Fue uno de los constructores del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (PURSC). Octubre de 1965 coronaba la concreción formal del liderazgo explícitamente comunista de la Revolución. Pero el Che no estaba entre sus miembros. Si fuera esa la única razón, solo esa, había que dar una explicación. No obstante, se sabe, gravitaron muchas otras.

La Carta de Despedida a Fidel fue entregada el primero de abril de 1965. Inmediatamente el pueblo notó su ausencia. También el enemigo, por supuesto. Las agencias norteamericanas creyeron la posibilidad de que estuviera en República Dominicana, enfrentando la injustificada y brutal invasión yanqui. En realidad, el Che estaba al frente de un destacamento internacionalista en el Congo belga, junto a los seguidores del asesinado Primer Ministro Patricio Lumumba.

Y se propalaron entonces rumores sobre un Che torturado, purgado, humillado, hasta asesinado por sus propios compañeros. La campaña de desprestigio funcionaba igualmente como una eventual cortina de humo para confundir a quienes velaban por la seguridad del Comandante Guevara, para atraparlo ante el más mínimo error o descuido en cualquier lugar.

A la hora de constituir al Comité Central del PCC, era preciso decir por qué el comunista Ernesto Guevara no estaba en sus filas. Era necesario ponerle un dique a aquella catarata calumniosa que, al margen de la credibilidad de la dirección revolucionaria, hacía un daño terrible y que, dicho sea de paso, aún no ha dejado de correr. Ahora, la narrativa contrarrevolucionaria apunta a que la lectura de la Carta buscaba descolocar al Che, dejarlo en territorio de nadie, indefenso y desprotegido, a merced del espionaje imperialista, y salir de él.

Clandestinamente regresó a Cuba. Aquí se preparó con la gente que él mismo seleccionó. Era un gran polemista el Che, de una depurada cultura del debate, pero leal a los suyos. Uno de sus asesinos, el agente de la CIA Félix Rodríguez Mendigutía (El Gato), escribió en su conocido libelo que vio al Che en la escuelita de La Higuera disgustado con la Revolución Cubana. El mejor desmentido lo encontré en el sitio menos esperado.

Es conocido el libro Ñancahuazú: la Guerrilla del Che en Bolivia, de José Luis Alcázar, un periodista nada sospechoso de revolucionario y menos de comunista. El hombre hizo la compaña contrainsurgente junto al ejército boliviano. Y consignó las últimas palabras del Che cuando era cobardemente asesinado pasada la 1:00 de la tarde de aquel terrible lunes 9 de octubre de 1967: “Adiós hijos míos…Aleida, hermano Fidel”.

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