Un reencuentro con El Mago de las Teclas

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Dicen que para su muerte, el maestro Antonio María Romeu compuso y armonizó la marcha fúnebre con la cual difuminarse en la sobrevida. El suceso supone un simbolismo extraordinario para el creador que quiere repartirse, sembrarse, cultivarse, subvertir cualquier orden de ultratumba. Luego entonces, como bien dijo el poeta, el talento fijó un buen pretexto para eternizar la fantasía desde la suprema suerte del mester.

Cuando Antonio María Romeu falleció el 18 de enero de 1955, hacía mucho, muchísimo tiempo que su fervorosa obsesión, los danzones, ya no era la moda. De la mano y en el corazón de tantas familias centenarias, el son había cumplido una ruta de conquista que cambió para siempre el código cultural del archipiélago.

Aniceto Díaz estructuró el danzonete, una especie de fusión intergenérica. Antonio María Romeu haría también lo suyo, pero su compromiso pareció tocado por el legado faildiano, pero buenamente vestido de charanga, de la cual fue el maestro indiscutido.

Se sabe que ya para mediados de la década de los años veinte, el hombre se quejaba amargamente de que el danzón no parecía favorecido por la dinámica promocional, pero jamás se despegó de ese, su destino.

De esa misma época es su famoso danzón Linda Cubana, concebido a partir del son Tres lindas cubanas, de Guillermo Castillo. Es decir, que en el momento en que Antonio María Romeu advierte el retroceso del danzón, escribe, armoniza, interpreta su obra tal vez más conocida. En ese danzón aparece lo que quizás constituya la primera descarga al piano que las partituras recogerán más tarde como un pasaje obligado en ejecuciones futuras.

Antes de ser El Mago de las Teclas, ya Antonio María Romeu era conocido como El Bizco de la Diana. Desde la charanga suya se certificó el triunfo definitivo de Barbarito Diez, como una de las mejores voces de la música popular cubana en toda su historia.

La creación de Romeu, las charangas, llegarían a constituir una embajada cultural del archipiélago por el mundo entero, y una forma imprescindible para que las células rítmicas de Cuba se ponderen por millones de seres humanos en cualquier longitud y latitud.

Este hombre fallecido el 18 de enero de 1955 resulta ya casi un desconocido por generaciones emergentes. Había nacido en lo profundo del siglo XIX, en Jibacoa, a la que le dedicó una de sus piezas ejemplares, seguramente ignorada por sus lugareños. Saber a Antonio María Romeu puede ser otro de los tantos caminos para reencontrarnos como cubanos.

 

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