No son inútiles la verdad y la ternura

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Nació Leonor Pérez Cabrera el 17 de diciembre de 1828 en Santa Cruz de Tenerife, aquella ciudad fundada en el mismísimo tiempo de los viajes de Colón al Nuevo Mundo. La madre del Apóstol de Cuba vio la luz en una comarca donde aconteció el ensayo hispano de la conquista. Mucha gente se sorprende de la cercanía identitaria de cubanos y canarios, y tal vez ese suceso siempre misterioso dejó su impronta en la vocación patriótica del hijo, sin que ella se lo propusiera.

De su existencia en aquellos parajes insulares del Atlántico, al noroeste africano se sabe ciertamente poco: que era de una familia desahogada aunque no tan rica, que tuvo una infancia alegre, pero que aprendió a leer y a escribir en la casa de una de sus amigas a escondidas de sus padres, para quienes de acuerdo con las creencias de entoncesla instrucción fuera de los límites del hogar era fuente de perversión y de inmoralidad.

Leonor Pérez Cabrera llegó a Cuba a los 15 años. Cuentan las referencias que en una de las escasísimas fiestas a las que asistía, conoció al sargento artillero Mariano Martí Navarro, joven valenciano con quien contrajo matrimonio. Con unos parientes compartieron la casa de Paula número 41, que a pesar de su modestia llegaría a ser uno de los sitios más famosos y venerados en la historia de Cuba. Leonor y Mariano vivían en la planta alta del pequeño inmueble donde el 28 de enero de 1853 les nació el primogénito.

Sería José Martí el único hijo varón, y es casi seguro que Leonor intercediera más de una vez por él. Las costumbres apuntaban a que el hijo contribuyera al sostén del hogar, sobre todo si se tiene en cuenta que tras él, Leonor y Mariano concibieron siete niñas. Para aquella madre comenzaba una dura prueba con un hijo devotamente atraído por las letras, terriblemente castigado por el padre al no reconocer el pabellón rojo y amarillo como su bandera.

Y fue la madre quien rescató al joven José Martí de la noche negra del 22 de enero de 1869, tras los sucesos del Teatro Villanueva. Vendría luego la prisión. Es famosa la foto del muchacho con las cadenas, donde en versos endecasilábicos le pide a la madre que no llore. Pero sería demasiado pedirle eso a un mártir corazón. Claro que fueron muchas las lágrimas vertidas, y en las tantas gestiones por la libertad del hijo no vaciló en arrodillarse ante el mismísimo Capitán General de Cuba.

En su vida azarosa, José Martí creyó siempre que en toda casa extranjera hay algo de naufragio. Una vez en México y otra en Nueva York, Leonor trataría de atenuarle esa pena. Y aquel mismo 25 de marzo de 1895, cuando escribió el programa esencial de la Revolución, el famoso Manifiesto de Montecristi, le dirige la carta más conmovedora a la madre que como se sabeno compartía su sacrificio.

Ninguna palabra del Apóstol sobra ni es gratuita: Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre. En muchos textos aparece fija la idea de morir. Pero a Leonor le pide que lo bendiga, para un día cuidarla con mimo y con orgullo. Y aquella madre vivió lo suficiente para asistir a la muerte de su primogénito y de seis de sus hijas. Falleció en junio de 1907 sumida en la pobreza. Se cumplieron 193 años del nacimiento del ser que nos dio el más hermoso evangelio, acreedora de un mensaje para todos los tiempos: No son inútiles la verdad y la ternura.

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