Miguelito Valdés: en el estudio y en la alegría

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La rumba constituye un suceso de los solares de La Habana, que de la mano de familias fue habitando el archipiélago entero. Poco a poco también fue conquistando el mundo, con el talento aventurero de creadores auténticos de Cuba. Miguelito Valdés es uno de esos nombres que le confieren colores a una música patrimonial de la nación.

Recuerdo el asombro de un prominente investigador de la música, ante un hecho casi increíble: Mister Babalú era el único mortal capaz de golpear el rostro de Chano Pozo, de regañarlo como a un niño, de reducirlo a la obediencia. Al margen de posibles razones extra artísticas, en ese hecho casi insólito habría un misterioso reconocimiento al cultor rumbero más grande que dio la Patria.

Desde muy temprano, Miguelito Valdés fue saciando la sed de mundo de la rumba. Recorrió caminos y los desanduvo sin cansancio, ni tiempo para reposar. Y así, lejos de su tierra, pero en la acostumbrada consagración de su trabajo, aconteció su muerte el 9 de noviembre de 1978 en Bogotá, la capital colombiana.

Casi no se dijo nada entonces, tal vez por el prejuicio explicable de permanecer fuera de Cuba. Ahora tampoco se le recuerda como se debe. Hay olvidos que no se reparan y debiera cultivarse mejor la gratitud por los que fundan nación desde el talento.

El ya fallecido musicólogo cubano Danilo Orozco González aconsejaba a los músicos de la denominada vertiente popular, realizar audiciones analíticas de piezas ejemplares para resolver el entramado armónico de su repertorio. El sonero venezolano Oscar D´León, por ejemplo, confesó más de una vez haberlo hecho con la música de Benny Moré y del propio Miguelito Valdés. En las claves callejeras radica buenamente el código cultural de millones de hermanos, que como demuestra la historia, es perfectamente compartible con el resto del mundo.

La música aún sigue ausente de los programas docentes del país. Es una realidad lamentable que desgraciadamente deja una profunda huella negativa en la capacidad de crear y de aquilatar la obra artística. Hace más de 20 años, en un congreso de la UNEAC, el maestro Electo Silva Gaínza reclamaba emprender la alfabetización musical de los cubanos. Tal parece que recurrir a los grandes como Miguelito Valdés constituye el inacabable viaje a la Utopía.

Tantos retrocesos en la percepción del hecho artístico por lo visto nos alejaron demasiado de la savia sonora de Cuba, y falta ahora revertir ese dramático proceso. Jamás será fácil desenvolver ese entuerto. Para las generaciones emergentes, Miguelito Valdés no solamente resulta un absoluto desconocido. Ante la ruptura de la memoria y el retroceso de la sensibilidad, ese nombre tal parece desde el ángulo de apreciación de los jóvenes de ahora la personificación de lo retrógrado, un punto en la nada, sin color ni importancia.

El deceso de Miguelito Valdés aconteció hace 43 años en el Salón Monserrate del hotel bogotano Tequendama. Dicen que dio las buenas noches, que se llevó las manos al corazón, y que pidió disculpas al ver que la vida le abandonaba. Claro que ya es tiempo de reciprocarle, de excusarnos de tanta desmemoria, de regresarlo al taller. Cualquier hora es buena para certificar a Miguelito Valdés en el estudio y en la alegría.

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