María, la esposa del Titán

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María-Cabrales, foto-tomada-5-de-Septiembre
María-Cabrales, foto-tomada-5-de-Septiembre

Resulta muy recurrente la carta del Generalísimo Máximo Gómez Báez a María Cabrales, donde le pide que llore por ambos ante la terrible noticia de la caída del Titán y de Panchito en San Pedro de Punta Brava el 7 de diciembre de 1896. Y es casi seguro que lo hizo, pero no sería el único capítulo significativo en aquella existencia heroica.

Fue Antonio el gran amor de su vida. Ambos crecieron en la cercanía afectiva de dos familias allá por el San Luis oriental. El casamiento el 16 de febrero de 1866 debe de haber consagrado una plena identidad personal. Las duras pruebas que les depararía el destino –tal vez imaginadas, y hasta esperadas—lo confirmarían.

En las referencias numerosas aparece erróneamente su fecha de nacimiento como el 20 de marzo de 1842. En un libro revelador, María Cabrales: una mujer con historia propia, su autora, la historiadora y profesora titular de la Universidad de Oriente, Damaris Torres Elers, lo rectifica: aconteció realmente el 22 de julio de 1847.

Según los estudios de la destacada catedrática cubana, el acta de nacimiento de la extraordinaria mambisa se confundió con la de su hermana María Josefa Eufemia. La propia investigadora señala otra posible equivocación en las relatorías en relación con la posibilidad de que María y Antonio procrearan en plena manigua.

En efecto, en muchos textos al uso se afirma que primeramente concibieron a la niña María Caridad y luego al niño José Antonio. Hasta se dice que la hija llegó a cumplir los tres años, y que el pequeño no alcanzó a vivir una semana. Y siempre se apunta que los perdió en el mismo mes, y que los inhumó en un paraje de Cuba libre.

Pero hasta ahora, no ha sido localizado un solo documento que lo acredite. Damaris Torres Elers aseguró en el citado ensayo que María Cabrales escribió en su testamento que no tuvo hijos. También consideró que posiblemente las fuentes trastocaran la realidad de María Baldomera, hermana de Antonio, quien ciertamente se incorporó a la lucha con dos niños.

Cada bala en el cuerpo del hombre amado fue dejando una huella en aquel corazón que quiso compartir su misma suerte. María Cabrales certificó la estirpe como enfermera, experta en comunicación mambisa, y en esas tareas que la tipología contemporánea define como retaguardia.

Las jornadas que siguieron a la página de Mangos de Mejía en agosto de 1877, serían tal vez las más difíciles. Gravemente herido, seguido de cerca por la tropa española que presiente el paso jadeante de la partida que lo conducía, el Titán advirtió el latido de su propio corazón en la angustia de aquella mujer decidida, que en el momento más dramático de la cacería extenderá un reclamo desde la fidelidad: “Salvar al General o morir con él”.

Y compartirá con él aquel pesar profundo del Zanjón y la gloria de Baraguá. Y le seguirá los pasos en la tregua, que en su caso fue de incesantes peligros, de tantas decepciones. Y fundó clubes, colaboró, organizó, inspiró. Nadie como ella para saber de los pesares y de las esperanzas de Maceo, sus dudas, las suspicacias. También de su enorme estatura moral, incluso en relación con el adversario.

La muerte del Lugarteniente General fue un golpe devastador. Pero la actitud indigna de celebrar escandalosamente la caída del héroe en España y en comunidades hispanas de América, fue echar sal en la herida. En un archivo en Matanzas apareció la carta abierta al político y escritor peninsular Emilio Castelar y Ripoll, donde le reconoce el respeto y la consideración hacia el esposo muerto en combate, en medio de aquella dionisíaca de tanta bajeza.

Y regresó a la Patria a compartir la suerte de los suyos, quienes siempre le reconocieron el prodigio de su grandeza. Falleció el 28 de julio de 1905 en el mismo San Luis donde le animaron los primeros sueños de amor y de Patria. Y la palabra de su Antonio devino ofrenda grandiosa: “Si venzo la gloria será para ti”.

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