Maceo, presente siempre

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Antonio Maceo Grajales es de esos hombres que recurre siempre como símbolo por su dignidad plena, por la fiereza en el combate, por las tantísimas heridas que surcaron su cuerpo, por la protesta de Baraguá que marcó para siempre la voluntad de Cuba de no claudicar.

Por estos días he sentido al Titán entre nosotros. Es que el indómito mambí dejó a la posteridad su ejemplo, su lealtad a Cuba, la bravura infinita para defender la tierra amada y la certeza de no ceder, de no pactar, de no aceptar chantaje ni mañoso entendimiento.

Antonio Maceo fue fruto del amor de Mariana y Marcos, de quienes aprendió el rigor del trabajo agrícola y el amor a la patria como finísimo alimento espiritual sustentado con sabia materna.

Cuentan los historiadores que era alto, fornido, de tez morena,  que tenía una dificultad en el habla, tartamudeaba,  y que fue capaz de corregirla por su carácter atildado y por cultivar maneras que se acercaban mucho a lo que sería su forma de pensar.

Se dice que hablaba  pausadamente, que se deleitaba con las lecturas de las obras de Víctor Hugo y de los poetas cubanos, sobre todo, José María Heredia, que tanto le impresionaba.

Su fortaleza alimentó el mito de su inmortalidad. Su arrojo y prestigio llegan hasta nuestros días para hacer más claro el camino y más firme la conducta. La fidelidad a sus principios dio luz a la enérgica Protesta de Baraguá, que  vuelve a este tiempo para ratificar quienes somos y hacia dónde vamos.

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