Lo que Irma nos dejó

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Luces

Con el mismo cuidado de una madre con su bebé, Neilán cargaba este doce de septiembre la maqueta de su escuela, la Primaria Víctor y Orlando del Consejo Popular Tapaste, una obra que pudo completar con mayor cuidado en los días de pausa que el huracán Irma impuso al curso escolar recién iniciado en San José de las Lajas.

Anayensi Ruiz disfruta de la leche tibia de los pechos de su madre sin saber todavía cuánto ella iluminó los días más oscuros de la tormenta. Los primeros anuncios de su alumbramiento los dio el 9 de septiembre, el mismo día en que el huracán golpeaba la provincia de Mayabeque. Pero como si no quisiera venir al mundo en un momento de tantas angustias, llegó el 12 cuando los niños regresaban a sus escuelas y la gente se empeñaba en recuperar lo perdido, incluso el tiempo.

Obligados por el ciclón muchos permanecieron a buen resguardo en los centros de evacuación, otros continuaron en vela por el bienestar colectivo desde sus puestos de labor, pero la mayoría se quedó en sus casas o en las de sus vecinos esperando y deseando que el ciclón pasara rápido y dejara menos penas, menos dolor.

En medio de la incertidumbre redescubrimos la hermosura de la vida sin las tecnologías. Apagadas la televisión y las computadoras, sin energía los celulares y las tabletas optamos por mirarnos de frente otra vez, como no hacíamos hace tiempo, para reconocer que es el tiempo que se pierde con los amigos, la familia y los vecinos lo que los hace importantes.

Así fue como confirmé que a Jesús, uno de mis vecinos, le queda de maravillas el seudónimo: El narrador de cuentos”, que yo misma le otorgué por lo que otros decían. Mientras carecimos del servicio eléctrico nos reunimos en las noches a su alrededor para devorar historias matizadas por el equívoco y el doble sentido. A pesar de todo, pensé entonces, “estamos juntos, muertos de la risa para opacar al huracán más terrible de los últimos tiempos”.

Sombras y esperanzas

Cuando amainó la lluvia y se calmó el viento traspasamos las puertas para reaprender que después de un huracán, normal no es una palabra, más bien es un rompecabezas.

Irma devastó la floresta; plagó las calles y los caminos de ramas partidas y árboles arrancados de raíz. Volteó de cabeza la infraestructura de toda la costa norte del país, excepto en la provincia de Pinar del Río y el municipio especial Isla de la Juventud.

El mar borró cientos de casas, en tanto muchas otras quedaron a cielo abierto por la fuerza del vendaval. Así lo reflejaban las escenas que veíamos en la televisión y las que tocamos con manos.

48 horas después de su paso, Irma seguía ordenando qué hacer, y siguiendo el rastro que nos dejó llegamos a la hondura que hay entre unas lomas donde se levanta un asentamiento conocido como La Jaula, próximo al Valle del Perú.

Allí nos dolió la casita de Madelaine Rivero que apenas se sostenía. Una vieja yagruma destruyó en su caída la cocina y el comedor, y desestabilizó la cubierta de fibrocemento dejando resquicios por donde se cuelan la lluvia y la tristeza.

Carlos Hernández, especialista de la Dirección Municipal de la Vivienda, quien nos guiaba en el recorrido, confortó y orientó a la humilde mujer, quien es además madre de tres hijos. En el patio, una cazuela humeaba en un improvisado fogón como la certeza del almuerzo que no podía faltar, sobre todo en aquellos momentos. Mientras tanto, el mayor de la prole ayudaba junto a algunos vecinos a hacer leña del árbol caído.

En la Finca Eulalia nos esperaba otro escenario similar, pero más doloroso. Antonio Domínguez y su hijo Yunier peleaban contra el peso de un árbol que destrozó su casita. Eran pasadas las diez de la noche del 9 de septiembre, a esa misma hora la Estación Meteorológica de Tapaste, próxima a ese caserío registraba un racha de 110 kilómetros por hora.

“Por suerte no estábamos dentro”, dijeron aliviados. El vecino-hermano Denis Guerra cortaba las ramas que casi ocultaban la vivienda maltrecha. Ayudo en lo que se puede y se debe, enfatizó, y entonces nos contó como convirtió su casa en la casa de sus vecinos.

Allí abrigó y alimentó a otras cuatro familias mientras duró el mal tiempo. Pero aunque Irma se había alejado bastante de Cuba, quedaba la última cena colectiva, supuse mientras vi en su cocina los trozos de carne sazonada que desbordaban una vasija: ¿Y qué tienes hoy para la comida?, le pregunté: -Jutía, dijo riendo. -Me apunto, le contesté.

Otra vez el especialista de la Vivienda explicó y consoló a aquellos hombres que quedaron sin techo, pero conservaban intactas las fuerzas y la confianza en un futuro mejor.

Antes de marcharnos vi un limonero también arrancado de raíz. Sus frutos estaban todavía prendidos al arbusto, que según cuentan, había resistido varios ciclones. El camino que separa a aquel barrio de la carretera es de apenas 50 metros, pero  se me hizo infinito cuando observaba las ramas apiladas a uno y otro lado.

El aroma que desprendían los troncos y las hojas que comenzaban a podrirse en la tierra se mezcló con el de los limones criollos que llevaba en el bolso, un regalo de los vecinos de la Eulalia.

Escenas como estas se dibujan en los pueblos y en las comunidades donde se recupera hasta el tiempo perdido, y donde se habla más de lo que falta por hacer que de lo que se disolvió entre el viento y la lluvia de Irma.

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