Las corrientes que participan de la actual oleada reaccionaria

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La especificidad de la nueva derecha puede ser percibida con aditamentos tradicionales (ultra, extrema) o con complementos más innovadores. Pero cualquiera sea la denominación elegida, lo esencial es subrayar su posicionamiento en el campo de la reacción. El populismo es un término que sólo añade confusiones.
El concepto de populismo ha sido adoptado con gran entusiasmo por muchos analistas que resaltan la impronta “antisistémica” de esta corriente, su contraposición con los políticos convencionales y su desconocimiento de la institucionalidad.
Pero ninguna de esas características define a las corrientes que participan de la actual oleada reaccionaria. Sus conflictos con el sistema político son datos secundarios, en comparación a su propósito central de transformar el descontento actual, en un sistemático hostigamiento a los desamparados. Ese objetivo regresivo de confrontar a la clase media (y parte de los asalariados) con los sectores más desprotegidos, no tiene el menor parentesco con el populismo.
Los liberales utilizan el término para descalificar cualquier postura crítica del individualismo, el mercado o a la república. Pero la nueva derecha no es ajena, ni enemiga de esos paradigmas. Simplemente ha ganado terreno con un discurso que objeta la tormentosa realidad contemporánea que apadrina el neoliberalismo. Tampoco se ubica fuera del régimen institucional, cuando cuestiona con gran demagogia a los partidos políticos prevalecientes.
Los liberales equiparan a los derechistas con las fuerzas provenientes del polo opuesto de la izquierda. Estiman que el populismo amalgama ambas vertientes en una postura semejante. De esa forma presentan a dos conglomerados contrapuestos como si fueran complementarios. Disuelven la evaluación de los contenidos en disputa y enfatizan aspectos menores de estilo o retórica. Por ese sendero analítico, no existe la menor posibilidad de esclarecer algún rasgo relevante de la nueva derecha.
Los medios de comunicación hegemónicos han generalizado esta mirada, que descalifica superficialmente al populismo para relegitimar al neoliberalismo. Con esa óptica realzan la centralidad de un término particularmente vago, que mezcla distintos sentidos históricos derivados de raíces disimiles.
En su vieja acepción estadounidense o rusa, el populismo aludía a proyectos de protagonismo popular o a exaltaciones del comportamiento sano y amistoso de las poblaciones rurales, que habían sido maltratadas (y corrompidas) durante su conversión en asalariados urbanos. El populismo reivindicaba esa pureza inicial y proponía recrearla como fuerza transformadora de la sociedad.

El discurso derechista actual recoge algunas facetas de esa añoranza, pero modifica su significado regenerativo, comunitario o amigable. Lo utiliza para desenvolver una contraposición con las minorías hostilizadas. Suele exaltar a la clase obrera castigada por la globalización y la desindustrialización, atribuyendo esa degradación a la presencia de los inmigrantes (Traverso, 2016). Ningún eco significativo de los viejos propósitos de hermandad está presente en la nueva acepción ultraderechista.
La denigración liberal del populismo ha motivado también una simétrica mirada elogiosa. Esta visión defiende la validez de ese concepto, para representar a los sectores oprimidos de la sociedad. Resalta particularmente la consistencia de esa noción en las naciones de frágil estructura constitucional (Venezuela) o larga tradición para institucional (Argentina). También reivindica el rol de sus líderes y justifica todas las variantes que observa de esa modalidad (Laclau, 2006). Este planteo pro populista es el reverso de la diatriba socio-liberal y no aporta pistas para esclarecer la impronta actual de la nueva derecha.
El análisis de la ultraderecha debe enriquecer la lucha contra esa corriente. La evaluación de ese espacio apunta a conseguir la derrota o neutralización de una fuerza, que atenta contra la democracia y las conquistas populares.
En América Latina, la experiencia reciente evidencia resultados muy distintos, cuando prevalecen respuestas decididas o reacciones vacilantes. En el primer caso se ubica la batalla del gobierno venezolano contra el golpismo, que a un costo económico-social descomunal logró doblegar las guarimbas de las bandas reaccionarias.
Una actitud del mismo tipo se perfila en Bolivia a partir de la detención de Camacho. En lugar de aceptar pasivamente las provocaciones de los grupos neofascistas, el gobierno tomó la ofensiva y emprendió una osada operación para contener a un impiadoso enemigo. La derrota del fallido golpe en Brasil con detenciones de los involucrados, juicios a los responsables e investigación del financiamiento se inscribe en la misma dirección.

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