La felicidad de los niños cubanos se hace cotidiana y necesaria

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Escribo mientras observo a mi pequeña hija debatirse entre el sueño y sus deseos de jugar, y me satisface ver como se hace más bella y tierna mientras duerme. Entonces, tengo más tiempo para pensar y recordar sus travesuras durante el día, que ahora me hacen reír.

Recuerdo su risa infantil y pienso que es feliz, por lo menos eso creo. Veo sus manitas aplaudiendo cuando le canto la tortica, bailando cuando oye una música y caminando con los brazos abiertos rebozando de alegría cuando ve mi rostro, el rostro de mamá; se siente segura, y entonces no tengo dudas, es feliz.

Es feliz, y aún no lo sabe a su corta edad de un año, porque a su paso no encuentra balas perdidas ni cuerpos flotando en las calles. Es feliz y aún no lo sabe porque por trabajo solo tiene el de ir al encuentro de otros niños para jugar. Otros niños que al igual que ella son felices. Es feliz con su muñeca de trapo, con su carrito plástico y su caballito de madera. Es feliz con sus muñequitos cubanos y no con Papá Noel  o con los Reyes Magos. Es feliz con sus amiguitos del barrio, con su abuelo y con sus primos. Es feliz jugando con mis zapatos, mis aretes, mis collares y hasta las ollas de la cocina.

No conoce de muñecas que dicen ¨papá¨, ni de Play Station, Nintendo, ni de juegos de Internet. Es feliz con su pelota verde, su velocípedo  viejo y su caja llena de trastos.

La pequeña Allisson, la peloncita castaña, blanquita de ojos expresivos, grandes y negros, es feliz. Y veo su rostro repetido en todos los niños cubanos que temprano van al círculo o a la escuela, que visten su uniforme, su pañoleta y cantan el Himno Nacional de Cuba; que aprenden los colores, los números, las letras, las canciones; juegan en la calle o en el parque sin miedo a morir o ser raptados. Aprenden de los héroes, de la historia, la naturaleza y la ciencia; que juegan a las bolas, a las palmadas o a la ruedarueda,  inconscientes de su infancia feliz.

Vuelvo entonces a mi hija porque se ha movido, le seco el sudor y la beso, sonrío y pienso lo felices que somos, lo feliz que es y lo feliz que será mañana.

Ya casi termino y antes de dormir me asalta una idea por la que tenemos que seguir luchando: la de repartir cual duendecillo, o mejor, como calabacita, para todos los niños del mundo, un poco de esa felicidad.

 

 

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