Inscrito en la historia

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Los años llegaron al galope de este siglo en esa suma inevitable de sucesos que pueblan toda la vida. Las generaciones más pequeñas, las que ahora se empinan no conocieron a Fidel, al líder inquieto, de paso apretado, firme, osado al hablar, siempre con verbo afilado, oportuno, visionario. Les corresponde en lo sucesivo acercarse más a su historia.

Supe de él desde niña y en las clases de historia aprendí a conocerle cuando mis maestras todas muy martianas hablaron del hombre que junto a puñado de jóvenes asaltó el Cuartel Moncada, el mismo que tres años después vino en el Granma y posteriormente escaló el lomerío de la Sierra Maestra para afianzar su rebeldía contra la dictadura de Batista.

Mi generación creció repitiendo consignas y admirando al líder que juntaba multitudes. Me cuenta mi madre que al inicio del triunfo revolucionario, amanecía hablando ante las cámaras de la televisión. Eran tiempos difíciles y la comunicación con las masas resultó primerísima herramienta para oficiar la verdad, esclarecer dudas y marcar el camino que emprendía Cuba.

Siempre me llamó la atención las ovaciones suscitadas cuando hablaba para tantísimas personas, era como si todos se pusieran de acuerdo para aplaudir o decir un lema, una consigna, o hasta un monosílabo. Era que todos coincidían y entendían lo que aquel hombre esbelto, de barba mítica, de manos inquietas que no cesaban de acomodar los micrófonos,  expresaba más allá del discurso escrito, con el énfasis depurado en un decir muy propio.

A Fidel lo aman y lo odian. Eso también lo he aprendido a lo largo de este camino. En los lugares más recónditos del plantea descubres a quienes agradecen a Cuba y a Fidel. A millones de seres humanos la mirada se les ilumina cuando mencionan su nombre porque distinguen a quien llevó luz a sus vidas en esa perenne lección humanitaria de salvar espacios y compartir lo poco con los que tienen menos.

Lo odian los que nunca perdonaron su existencia, su postura inquebrantable, su condición de líder de una Revolución que revolucionó el panorama de América Latina. Lo acusan de cualquier cantidad de culpas y arremeten con ironía en ese intento fallido por gestionar su muerte; muerte que ha caminado presurosa, pero defraudada por el destino del hombre que ha aceptado todos los desafíos y se despide de la tierra en un noviembre de victoria tras nueve décadas de existencia.

Quienes lo desestiman no pueden minimizar su estatura mundial, esa que lo ha distinguido a contracorriente en cualquier sitio en el que ha colapsado la quietud por su presencia, hacia donde han ido todas las miradas, los flashes de las cámaras y hasta el parecer de los más acérrimos enemigos.

Fidel ya no está y cuesta decir que ha muerto. Se inscribe en la inmortalidad que acoge a los que durante toda la vida irradiaron luz. Aun cuando algunos celebran su muerte, suman mayorías los que reverencian su legado y aplauden su paso por la vida.

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