Las imágenes de Fidel Castro Ruz exhibidas por estos días en la televisión cubana en ese dialogo con la Asamblea Nacional y el pueblo dan la impresión de su presencia física en los momentos actuales por la vigencia que tienen sus palabras ante las circunstancias que vive Cuba y la atmósfera exterior diseñada por los adversarios de siempre.
Así sucede una y otra vez cuando vemos que a pesar del tiempo Fidel sigue dando batallar como en los primeros días, en que sus acciones e ideas comenzaran a sorprender a los más entendidos en la sociopolítica nacional.
La osadía del legendario ataque a los cuarteles de Bayamo y Santiago de Cuba dejó atónitos a los círculos más poderosos de la época por la sorpresa que representó y por lo inconcebible de un hecho tan arriesgado e inédito en la historia de la república bajo una dictadura implacable.
El juicio contra los protagonistas de la gesta del Moncada, no fue menos sorprendente que la misma decisión de los ataques. Asumir su propia defensa y la de sus compañeros de lucha, fue una demostración demasiado fuerte para el ejército y el gobierno de entonces, seguros de su prepotencia.
Pero la tensión de los hechos subió sus niveles ante la declaración de Fidel Castro, de un objetivo programado por un movimiento que no se proponía simplemente, hacer el rutinario ruido de la lucha por un puesto de ventajas personales.
Resultaba inconcebible para los inquisidores del momento, comprender que el joven abogado dejara en claro las verdaderas intenciones de cambiar de manera radical el estado de cosas que arruinaban a la nación y que era el propósito del movimiento derrocar aquella tiranía.
La elocuente valentía del líder revolucionario le permitió exponer los seis problemas fundamentales que aquejaban a la nación: El problema de la tierra, la industrialización, la vivienda, el desempleo, la educación y la salud.
Además Fidel dejó claro las irregularidades del proceso que afrontaban y las circunstancias del país que no dejaban otra alternativa.
En su alegato retoma la figura de Martí como autor intelectual de las acciones del 26 de julio y dirige a los presentes aquellas palabras que calaron hondo al decir:
Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo es fiel a su recuerdo; hay cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas, hay jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol.
Su alegato cierra con una convicción que recorrió al país como un símbolo de indescriptible valentía y fortaleza: Condenadme, no importa. La historia me absolverá.
Nada más cierto que sus proféticas palabras porque fue fiel a cada una y nunca dejó espacio entre dicho y hecho.
De la prisión salió al exilio para regresar, como había prometido, a poner de rodillas la dictadura que durante años sembró terror y muerte entre los inconformes.
Con los inconformes alcanzó la victoria y comenzó el programa del Movimiento 26 de julio. La transformación del país se convirtió en el sentido de su vida hasta el último aliento.
Por eso sus palabras suenan a presente. No importa el momento cuándo las haya pronunciado, porque su lucha no termina mientras su pueblo defienda las ideas que dieron origen a la sociedad que defendemos y mientras un adversario sin escrúpulos alimente la quimera de hacernos desaparecer si no traicionamos los ideales de nuestra independencia.
Por eso Fidel dejó al pueblo de Cuba una obra indiscutible y al mundo un modelo que hizo trizas la tranquilidad de sus ilusos adversarios.
Al pueblo el ejemplo de fidelidad a las justas convicciones y una conducta que cada vez otorga más aprobación a la frase legendaria: La historia me absolverá.