Cuba, mi país, el tuyo, el suyo, el de millones de cubanas y cubanos que viven aquí y de otros que residen en distintas partes del mundo, es blanco de cualquier cantidad de dardos, amasados por sueños torcidos, rencores, odios, por razones defendidas a ultranza que implican decidir el destino de la mayor de las Antillas.
Una guerra silenciosa se esparce entusiasmada, se pinta de diversos colores y apunta a un rotundo cambio. Cambio que defienden unos aquí y otros allá, con líderes, promesas, agendas tentadoras, con la visión de quienes desde la otra orilla ordenan y no sugieren.
Entre el amor y el odio una brecha, un espacio que no titubea: es la historia. La historia que abriga realidades vividas, la historia que sabe el costo de la falta de unidad, la historia que guarda el heroísmo de varias generaciones de cubanos que dieron todo, hasta la vida misma, por la soberanía, por la independencia, por la paz que se respira hace casi 63 años.
Vivo en un país que no es perfecto, pero que es perfectible. En estas más de seis décadas, aciertos y desaciertos pueblan el curso de la Revolución que también revolucionó la vida de los humildes para quienes se concibió con un programa de esperanza que hizo realidades en llanos y montañas.
Los errores se enfrentan a pecho limpio, como decía mi padre, y también desde el decoro, en esa perspectiva se empinan estrategias para acorralar de una vez y por todas las ineficiencias y sobre ellas se siembra consagración, voluntad y conciencia, imprescindibles para cualquier tiempo, pero más ante lo adverso.
Que queremos un mejor país, sí, eso lo queremos todos. Que tenemos insatisfacciones es verdad, aún el salario, en algunos casos no resulta, el acceso a instalaciones turísticas no constituye una opción para todos los profesionales porque la economía individual no da la cuenta y las Tiendas MLC nos sofocan y más algunos de los que allí pueden entrar a adquirir y luego venden con precios que tocan el cielo.
Vivimos en un país bloqueado, aunque unos cuantos no tomen en cuenta tal vocablo y aluden que el problema es toda responsabilidad de quienes dirigen pero, ¿Y si lo quitaran, si el Gobierno de Estados Unidos lo levantara de una vez, qué sucedería? Al menos, si dieran esa oportunidad Cuba tendría entonces la última palabra.
El odio nunca será el camino. La Cuba que queremos nos toca a nosotros mejorarla, desde el respeto, la entrega, desde el combate a las ineptitudes, al burocratismo, desde la eficiencia, desde el contacto directo con el pueblo, desde el ya y no el después que se convierte en mañanas distantes, desde la óptica fértil de quienes dirigen en todos los niveles.
El odio no es el camino. Es preciso el amor, fuerza y lenguaje universal que puede mover montañas y también multiplicar esfuerzos. El odio engulle a oportunistas, a camaleones. El amor abraza a los que asumen el bien para fraguar la esperanza y fortificar la vida.
El odio puede convocar a indefiniciones, pero la historia no tardará en ajustar desde la razón la verdad y sobre ella el curso del tiempo, en este país mío, tuyo, suyo, de millones de cubanas y cubanos que viven aquí y de otros que residen en distintas partes del mundo.