En Cuba, la madre del héroe sembró la gratitud del hijo amado al proyecto que germinó en la Sierra Maestra, y se difuminó en inspiración por todas partes.
Isabel Restrepo Gaviria multiplicó afectos en el archipiélago, identificada con la idea del joven sacerdote rebelde de ir a las armas para llegar de nuevo a la iglesia primigenia de los pobres de Jesús.
No es casual ni fortuito que al Padre Camilo Torres Restrepo lo denominen el Che Guevara de los cristianos. Dicen que era pura iluminación, y otra vez como hermoso signo de coincidencia, la madre sería la fragua de luz.
El hombre cultivó con sus actos y fecundó con su sangre, la formidable corriente que años después sería la Teología de la Liberación.
Es casi seguro que jamás estuvo consciente de su auténtica grandeza. Su entrada al Ejército de Liberación Nacional (el ELN, una de las guerrillas colombianas), supuso como nunca la esperanza de coronar al fin el sueño de los más desposeídos, como si nuevamente el Hijo del Hombre echara del templo a los mercaderes sin corazón.
Sin embargo, de sus dotes como combatiente, él mismo no se tenía en buena estima. “Soy una maleta y un estorbo a la hora de una pelea (decía), no puedo”.
Aquel fatídico día…
Así y todo, aquel fatídico día de febrero de 1966, decidido y noble, quiso comparecer en la emboscada contra una avanzada de la Quinta Brigada del ejército en Patio Cemento, en la jurisdicción de El Carmen de Chucurí.
Aún se discute si fue correcto o no dejar que el Padre Camilo Torres Restrepo concurriera a una acción de altísimo peligro. Dicho sea de paso, se esperaba una tropa enemiga de menor número, en relación con la que realmente entró en el escenario de la lucha. Así que los guerrilleros esperaban un desenlace exitoso casi al cien por ciento.
Hasta se ha llegado a decir que el alto mando rebelde buscaba deliberadamente la muerte del Padre Camilo Torres Restrepo para que Colombia estallara. No lo creo.
El testimonio inmediato de la acción, con un sitio inevitable en la oralidad y en los libros, confirma la profunda conmoción de sus compañeros ante el golpe ciertamente terrible.
Por lo visto, a los guerrilleros colombianos les ocurría, al menos entonces, lo mismo que enfrentaron siempre los más débiles ante un enemigo incuestionablemente más poderoso y preparado.
En tales casos, tal vez la única forma de contrarrestar el problema pasa por la fuerza del ejemplo, por la necesidad de que los jefes, los hombres que convocan, que reclaman, que concientizan y piden sacrificios, vayan a la vanguardia de los suyos y arriesguen la piel.
Más de una vez se le vio desorientado en el monte. En las prácticas de tiro, parece que no le iba bien al Padre Camilo Torres Restrepo: “Mire (le decía a un joven, tras los años un testimoniante) así no le doy al mundo, porque me tiembla la mano”.
Pero el día del combate, no le tembló la decisión ni el pulso, porque al autor de la famosa Proclama a los Colombianos no le era dable quedar en la retaguardia.
Mucha gente, incluido él mismo, pensaba que podía ser asesinado como Gaitán, y se creyó que en la selva profunda podía estar más seguro.
Pero allí le agobiaban la obsesión del deber y el perenne reclamo moral. También la sed de armas. El único abastecimiento seguro era arrebatárselas al enemigo.
Y eso fue lo que intentó el Padre Camilo Torres en el fragor del enfrentamiento: recoger la carabina de un soldado muerto. Y en ese acto cayó aquel día terrible de febrero de 1966 un paradigma de la unidad revolucionaria, imagen y semejanza de la madre valerosa y buena, hecho canción de trascendencia porque en sus manos se unieron el evangelio y el fusil.