Suele denominarse a José María Heredia el primer poeta romántico de América. En ese juicio conclusivo se le reconoce su papel fundador por estas tierras, del poema apegado como nunca al sentimiento. Este hombre nacido el 31 de diciembre de 1803 en Santiago de Cuba ocupa entonces un lugar primigenio en el rompimiento con los movimientos en boga.
Y quien se asocia históricamente con rupturas, aparece frecuentemente en las bitácoras revolucionarias del mundo. Y esa estirpe se inscribe a menudo en los grandes presentimientos humanos. En la “Oda al Niágara”, en hermosos versos endecasílabos acomodados por el hipérbaton, el poeta se augura corta vida al describir la tumba fría que le devorará “en pocos años”.
La inmensa mayoría de los niños prodigios vivieron poco tiempo. Heredia sabía leer y escribir a los tres años de edad. En las notas al uso se afirma que a los siete estaba “apto para estudiar facultades mayores”.
Y el oficio de traductor del que tanto dará que hablar después, fue igualmente un ejercicio temprano. Mozart falleció a los 35 años. La misma edad tenía el Cantor del Niágara al expirar, víctima de la tuberculosis, en la casa número 15 de Hospicios en la Ciudad de México.
Fue el padre de Heredia un hombre del Derecho y un latinista furibundo. Ambas vertientes dejaron una profunda huella en el hijo. Valdría la pena volver a las traducciones de los dramas sobre Cayo Graco, Pirro, Sila y Tiberio.
El paso del viejo José Francisco Heredia por La Habana, la Florida occidental, Santo Domingo, Caracas, México, supuso para el muchacho una especie de descubrimiento del mundo como el Tobías de Félix Pita Rodríguez.
El sujeto lírico hizo pactos de creación con otras formas del arte escriturario, para que José María Heredia legara piezas dignas en el ensayo, en periódicos de tantas partes. Y el hombre de la justicia como profesión se reencontró a sí mismo en la prioridad de darle tierra al sueño de cubano. Su nombre se encuentra entre los Caballeros Racionales de Soles y Rayos de Bolívar.
Según las sagas conocidas, el cinco de noviembre de 1823 se dictó auto de prisión contra él. Días después, logró embarcarse clandestinamente hacia los Estados Unidos. El poder colonial lo condenaba a muerte en ausencia.
Comenzaba el terrible drama del exilio del poeta: el desgarramiento interior, el naufragio, la cuita infinita, la añoranza, el tormento por una existencia que ya siente apagarse lentamente y una madre enferma en el archipiélago esclavo.
El poeta presiente que el fin puede hallarse a la vuelta de la esquina. Y le escribió al Capitán General Miguel Tacón Rosique en abril de 1836 para ver a su madre y sentir de nuevo la vibración de Cuba. Para quien nos expuso en versos la honrosa suerte de ser cubanos, será siempre poca la gratitud.
Y agradecer a José María Heredia significaría también vindicarlo en todas las vertientes. Como Cintio Vitier rescató Zenea, así de honorable y justo ha sido que Leonardo Padura valide a Heredia de cara a sus enemigos por muy lejanos que también parezcan en el tiempo. Aún sirve de oasis el Himno del Desterrado. El desarraigo supone la peor de las heridas.
Pudo ser muy alto el precio del regreso, pero en Heredia casi era una obsesión el volver, y nada aportamos a la verdad histórica si seguimos repitiendo la versión delmontina, que pasaba entonces por el tamiz de la animadversión personal.
En la “Oda al Niágara” resuena la “última voz” del poeta, reclamando la perdurabilidad de sus versos. Y en la admiración del Apóstol, se expone “la gloria del que exaltó con el corazón las bellezas de su Cuba adorada”.