Aquel 6 de octubre de 1976 marcó con dolor infinito a Cuba, que no ha dejado de llorar a las víctimas del sabotaje a la aeronave 455 de Cubana de Aviación, procedente de Barbados.
La noticia corrió despavorida. Era un crimen que cegaba la vida de 73 personas inocentes, entre ellas las del equipo de esgrima de Cuba, ganador de todas las medallas de Oro en el Campeonato Centroamericano.
El odio y la vileza de unos sicarios empeñados en sembrar muertes aniquilaron la vida de seres inocentes que no habían dañado a individuo alguno, cada quien con metas y sueños, truncados solo por el más impúdico propósito de dañar a Cuba, de doblegar, de poner de rodillas, pero, ¿a qué precio? ¡Cuánta ignominia!
El odio de los que no admiten el destino elegido por la mayor de las Antillas aniquiló a jóvenes cargados de sueños y alegrías, con una victoria que revelaba el esplendor alcanzado en esa disciplina deportiva.
Cada 6 de octubre vuelve el recuerdo de aquel abominable crimen y el dolor es el mismo. El terrorismo sigue asestando golpes demoledores, la injusticia todavía se apropia de hechos que tintan este tiempo con luto.
Aquel día y los que siguieron estaban abatidos por la tristeza, una tristeza compartida, visible. Yo era entonces una adolescente y fue la primera vez que sentí el peligro, el peso del odio, fue la primera vez que supe no estaba ante un libro de historia leyendo los sucesos de Playa Girón, la crisis de octubre, los alzados del Escambray, fue la primera vez que sentí la alianza del terror, el odio y la injusticia.
En las calles, las personas aún sin conocerse hablaban de aquel crimen y sus víctimas, de aquel dolor que se sentía muy propio. Las imágenes están ahí, y la tristeza de entonces cada seis de octubre reaparece cual reclamo de justicia.
45 años han transcurrido y aquel hecho que enlutó a Cuba sigue impune. Aún cuando la vida sigue su curso clama porque la justicia ponga fin al odio vestido de terror y muerte, ese mismo odio que alimentan quienes insisten en envenenar la existencia y en doblegar a Cuba.