Valeroso y firme, el Comandante Chávez partió a la inmortalidad hace siete años. Jamás ocultó su enfermedad, ni su dolor ni sus lágrimas. En tanto sus miserables enemigos se regodeaban con la tragedia personal del hombre, él estaba allí, íntegro y entero, desafiando el destino y a la muerte misma.
Casi dos años duró su agonía y en su pensamiento y en cada frase, estaba Venezuela. En una de sus comparecencias dijo: “Aferrado a la vida estoy, y le pido a Dios que nos siga dando vida, para seguir dando vida a la patria como soldado del pueblo”.
Y aquí, en la Cuba que tanto amó, se activaron las oraciones de todas las denominaciones posibles, para que aquel corazón grande y bueno no se apagara, aunque él mismo dijo en su última asistencia pública ante los medios de difusión, que Dios sabe lo que hace. Tan inmenso fue Chávez, que ni siquiera se molestó en replicar a aquellos que dentro y fuera de Venezuela festejaban por su desgracia.
Sus adversarios lo acusaban de tirano, de dictador, y ahí estuvo siempre, con la Constitución, consultándola y esclareciendo, en magnífica lección de justicia y de democracia.
“Los sueños llegan como la lluvia”, dijo una vez, evocando siempre al cielo y adivinando el futuro. En esa ofrenda habrá un lugar para las lágrimas, porque seguramente hasta ese cinco de marzo de 2013 no se lloró tanto por esas tierras.
El legado queda, es verdad, pero la impronta de Chávez vivo, era y sigue siendo necesaria. No pretendió glorias, sino más bien fue la historia quien lo encontró a él.
Humilde, noble y sin rencores se marchó Hugo Chávez hace siete años, hecho vanguardia moral de la emancipación humana, porque al fin y al cabo, los generosos, los agradecidos, aún lo recuerdan.